lunes, 20 de junio de 2011

Drogas psicoactivas


EL PARAÍSO PERDIDO
DE LAS DROGAS PSICOACTIVAS*

* © DR. Xavier A. López y de la Peña


El complejo desarrollo humano a través de la historia, evidencia el intrincado camino que ha seguido por hacerse del paraíso, del que fue echado, aún cuando fuese por un segundo. Su inquietud innata le llevó, entre otras fantásticas y riesgosas aventuras a la febril búsqueda los paradisíacos El Dorado o Shangri-La venciendo obstáculos una y mil veces.
El paraíso -decían triste y lánguidamente- ¡se miraba tan cerca!
El paraíso -en otra apreciación- podría haber sido la concepción y puesta en marcha de la misión jesuita en las orillas del Paraguay -la «Reducción»-, era el nombre que le daban en donde estos religiosos recrearon un estilo de vida comunitaria idílica, una utopía más en la historia de la humanidad hacia la búsqueda de felicidad, en la que sólo se hablaba y escribía en guaraní, no existía la propiedad privada y era, sin exagerar un ápice, el único reducto humano en el mundo en el que no había analfabetas en pleno siglo XVII.
Otro paraíso al que se abrieron y accesaron los seres humanos fueron las drogas.
Las drogas psicoactivas entendidas como toda aquella sustancia que determine modificaciones en la esfera psíquica y cuyo consumo no médico, está prohibido y que es capaz de generar problemas, fueron un vehículo muy importante para traer hacia sí el paraíso perdido. Estas drogas psicoactivas sirvieron y sirven para lograr la comunicación con “otros” niveles que traen imágenes fantásticas, sensaciones superiores que condicionan por lo general un gran placer, un estado surrealista, si es el caso, en el que campean las más diversas formas expresivas y perceptivas. Bienestar, placer, quietud, paz, felicidad, brillantez, percepción, memoria, fuerza, aplomo, determinación, entereza, etcétera, son términos habitual y generalmente asociados con el uso de ellas. Las drogas sirvieron y sirven como medios de enlace, como facilitadoras, como creadoras de estos paraísos y tanto histórica como antropológicamente han estado ligadas a lo humano. El paraíso que atrae y atrapa a quien lo encuentra. El mundo de las drogas, que sin embargo, lleva tanto al paraíso como al infierno. Es, valga la metáfora, como el canto y música de las Sirenas de la mitología griega que con la magia de sus voces y con la belleza polifónica que salía de sus liras y flautas, atraían a los navegantes perdiendo estos la orientación y estrellándose luego contra los bajíos, donde eran devorados por estas astutas encantadoras: Aglaopé, la del bello rostro; Aglaophonos, la de la bella voz; Leucosia, la blanca; Ligia, la del grito penentrante; Molpé, la música; Parthenopé, la de cara de doncella; Pisinoé, la que persuade; Raidné, la amiga del progreso; Teles, la perfecta; Telxepia, la encantadora; y Thelxiopé, la que persuade.
México ha escuchado este canto de Sirenas ya que tiene un historial riquísimo desde el ámbito prehispánico en el uso de drogas psicoactivas que tienen, por ejemplo, capacidades alucinógenas como con el uso de ciertos hongos: el teonanacatl (Paneolus sphinctrinus) y el peyote para no abundar. Hernán Cortés en los albores de la conquista fue testigo de las intoxicaciones indígenas por peyote en ceremoniales religiosos, en los que esta “planta del diablo” como la llamaron los misioneros, les producía alucinaciones las más de las veces giratorias y fantásticas. El peyote antaño fue llamado científicamente como Anhalonium lewinii en honor a que había sido estudiado por el farmacólogo alemán Ludwig Lewin y hoy se le conoce como Lophophora williamsii. Recuérdese que actualmente un grupo de indígenas en Estados Unidos forman parte de la Native American Peyote Church que utilizan a este último producto en sus ceremonias, en tanto que fuera de él está estrictamente prohibido en todo su territorio.
El historial sobre las substancias que influyen en el estado de ánimo de quien las toma o consume de alguna otra forma es enorme. Recordamos las “permitidas” como el té, el café, el chocolate, el tabaco y el alcohol, que sin embargo, bajo ciertas circunstancias y acorde con particulares hábitos de consumo, pueden causar serios problemas de salud como en la llamada “epidemia de la ginebra” que generó enormes estragos en la Inglaterra del siglo XVIII al afectar, principalmente, a la clase proletaria y que llevó a plantear ya para el siglo siguiente la adopción de medidas de índole moral y económicas más que sanitarias para combatir este flagelo.
El alcohol también sirvió, de alguna manera, como mecanismo de control, sujeción y exterminio de ciertos grupos indígenas en América. Las terribles guerras del opio (1842 y 1857-8) británico-chinas por el comercio entre el té intercambiado por el opio. Luego llegan la morfina en 1805, la cocaína en 1859 y los barbitúricos y la heroína a fines de siglo. En los tiempos modernos hacen aparición las amfetaminas, la dietilamida del ácido lisérgico (LSD), benzodiacepinas, el “éxtasis”, “polvo de ángel” y más y más. Diferentes nombres, como diferentes son las Sirenas.
Otros productos de uso milenario incluyen al haschich, ampliamente consumido en oriente y que es una variedad de cáñamo y del mismo género al que pertenece la nuestra bien conocida marihuana (cannabis). El haschich, es conocido por sus efectos tóxicos y se conoce la tristemente célebre historia en que por mediación de Hassán Ibn Sabbah nacido en el Cairo, Egipto en 1034 a partir del cual se fundó la secta de “Los Asesinos” (la palabra asesino, deriva de que estos individuos, permanentemente intoxicados con haschih¸ fueran llamados haschischins). El objetivo de Hassán era ofrecer a sus fieles los placeres sensuales prometidos por Mahoma y, una vez intoxicados secretamente por el haschich, quedaban a su merced; sus fedayines -nombre que les daba a sus ya soldados y que perdura hasta la actualidad para designar a los terroristas fanáticos dispuestos a todo- hacían entonces ciegamente lo que se les mandaba. El paraíso del haschich los convertía en endemoniados asesinos.
Las drogas psicoactivas en los tiempos modernos han generado, sin embargo, serios problemas desde distintos órdenes. Por ejemplo, en la dimensión de la salud, el uso de estos productos puede llevar a graves disfunciones orgánicas y hasta a la muerte misma, pasando por grados variables de afectación a la salud de orden temporal o permanente, agudo o crónico y que han conformado actualmente un serio problema de salud pública nacional e internacionalmente. Han generado también serios inconvenientes en la esfera de la seguridad pública ya que sus uso está aparejado con un aumento de la violencia y delincuencia, a la proliferación de organizaciones criminales que controlan la producción y el mercado de estas substancias y que tienen en jaque permanente a las autoridades en todo el mundo. También conforman un importante factor de daño político al promover la corrupción de todos los sistemas públicos para favorecer el tráfico y la llegada al consumidor final de las drogas mediante mil estrategias en donde el dinero y el poder son su principal motor y fin.
La sociedad mundial se debate al son del flagelo (el canto de las Sirenas que se deja oír, ya globalizado) de las drogas psicoactivas y ha elaborado varios acuerdos internacionales que tienden a su regulación como el Convenio internacional de La Haya sobre restricción en el empleo y tráfico de opio, morfina, cocaína y sus sales signado el 23 de enero de 1912; el Convenio internacional sobre restricción en el tráfico del opio, morfina y cocaína, de Ginebra, Suiza el 19 de febrero de 1925; la Convención internacional sobre fabricación y reglamentación de la distribución de estupefacientes, también de Ginebra, Suiza el 13 de julio de 1931; el Convenio para la supresión del tráfico ilícito de drogas nocivas, Ginebra, Suiza, 26 de junio de 1936; el Protocolo de París sobre fiscalización internacional de drogas sintéticas del 19 de noviembre de 1948; el Protocolo sobre adormidera y opio de Nueva York, el 23 de junio de 1953; la Convención única de 1961 sobre estupefacientes en Nueva York el 30 de marzo de 1963; el Convenio sobre substancias psicotrópicas de Viena, 21 de febrero de 1971; el Protocolo de modificación de la Convención única sobre estupefacientes de Nueva York el 25 de mayo de 1972; y la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, Viena 20 de noviembre de 1988. Todas ellas llevan en su misión la protección de la salud física y moral de la humanidad, y a la consideración reciente de que se llama «drogas» a las substancias psicoactivas fiscalizadas por ellos y que, introducidas en el organismo, pueden modificar una o más funciones de éste, produciéndole efectos nocivos -toxicidad- y un estado de dependencia que lleva al uso indebido o toxicomanía.
Las drogas psicoactivas y algunas de ellas utilizadas desde la más remota antigüedad como hemos señalado, han tenido sólo un reconocimiento social-jurídico reciente cuando éstas han tenido y se les ha dado una connotación y tratamiento «legales», en consideración a la generalización que ha habido en su consumo por el hábito, cada vez más extendido, de socialización que se da entre los jóvenes particularmente, consumiendo las substancias prohibidas o ilegales, alentadas por un mercado negro con gran rentabilidad que se las hace llegar a precios reducidos.
El “problema de las drogas” como suele llamarse en forma general, enfrenta no obstante una polarización aparentemente irreconciliable en su manera de combatirlo: su legalización o su prohibición.
Los que abogan por su legalización aducen argumentos como el de la autonomía y la libertad en base a los lineamientos presentados por John Stuart Mill, diciendo que estos derechos (el derecho personal a decidir que hacer uno con su propia persona) no pueden ni deben ser enajenados por un “estatismo químico” protector. El controversial teórico de la medicina Thomas Szasz lo planteó de la siguiente manera:
¿Por qué carecemos ahora de un derecho que poseíamos en el pasado? ¿Por qué los Padres fundadores consideraron tan evidente el derecho a las drogas que no vieron razones para mencionarlo siquiera? Estas preguntas quedan sin respuesta. Sin embargo, las propiedades farmacológicas de las drogas no han cambiado desde el siglo XVIII; ni las reacciones fisiológicas del organismo humano; ni la Constitución, que nunca fue enmendada en materia de drogas, al contrario de lo que sucedió con el alcohol. ¿Por qué, entonces, controla el Gobierno federal algunos de los más antiguos y valiosos productos agrícolas de la humanidad y las drogas que de ellos se derivan?
En tanto que los que están a favor de la prohibición (como G. Elorriaga) esgrimen los siguientes argumentos:
Sometido a la esclavitud de la droga, el adicto no es un hombre libre, cuya libertad se manifiesta en su derecho a consumir, sino un hombre privado de voluntad y libertad auténtica, al que hay que ayudar con la tutela a liberarse a la esclavitud en que ha caído para que recupere su verdadera libertad. No luchan por la libertad quienes hacen bandera del derecho al consumo, sino quienes luchan contra el consumo de sustancias aniquiladoras de la voluntad del individuo. Y son hipócritas las medidas de dureza, como la violación de domicilio sin orden judicial por efectivos policiales, cuando, al final, el encuentro de dosis de droga puede justificarse por el derecho a la posesión para el propio consumo. Tipificar la posesión de droga no es atacar la libertad, sino defenderla.
En la búsqueda del paraíso perdido que, cuando lo encontramos, acaba por perdernos, el capítulo del debate en torno al control de las drogas psicoactivas no se ha cerrado. Frente a las divergentes y extremas posiciones indicadas, tercia ya la que ha dado en llamarse el “paternalismo justificado” por parte del Estado, como una proposición que señala que:
Es fácil notar que, para admitir que la cuestión del uso de drogas es un caso de tutela estatal de la salud y de la integridad física [...] habría que convenir antes en dos puntos. Primero, que no todo uso de drogas es en sí inmoral (o sea, que el de las medidas antidrogas no constituye un caso de moralismo legal), lo que no es difícil de admitir. Y, segundo, que los consumidores de drogas no se convierten siempre y sólo por este hecho en sujetos carentes de autonomía (como los niños o los locos), lo que tampoco debe presentar grandes objeciones. Si se acepta esta doble afirmación, entonces es posible aplicar a las medidas antidrogas el esquema de paternalismo jurídico.
Prohibir, legalizar o “diferenciar” son los verbos que se conjugan en el lenguaje actual sobre el “problema de las drogas” cuyo léxico abunda y enfatiza si se es, entre otras muchas, «consumidor» o «adicto», «legal» o «ilegal».
Finalmente diremos que los chispazos encefálicos que evocan fantasías y detonan en el sensorio las más diversas percepciones placenteras y no placenteras otras veces, producto del consumo de drogas psicotrópicas, también pueden extender sus cortocircuitos bioquímicos inutilizando sus estructuras y potenciales con toda la cauda de dolor, agravios, sinsabores y fatalidades inclusive, que tienen a la humanidad al filo de la navaja. Entre el paraíso y el infierno. En el border line del placer y el dolor-muerte.
La lucha actual contra las drogas ha fracasado a nivel global y por ello es que se hacen propuestas para poner fin a la perspectiva de su “no” criminalización de acuerdo al informe de la Comisión Global de Políticas sobre Drogas encabezado por el ex secretario de la ONU, Kofi Anan.
El mundo de las drogas incluye a 250 millones de personas consumidoras de drogas “ilícitas” y otro multimillonario contingente de productores, traficantes y vendedores.
El enfoque en la lucha contra las drogas debe ahora replantearse y dejar atrás la declaración del entonces presidente de los Estados Unidos de Norteamérica (1971), Richard Nixon, que fue seguida por muchos países en el mundo, declarando al abuso de drogas como el “enemigo público número uno.”
A natura contra natura por natura. Seres humanos en búsqueda de “sus” paraísos y al encuentro también de “sus” infiernos.