lunes, 26 de septiembre de 2011

Demonios o Diablos


DEL DEMONIO*

© DR. Xavier A. López y de la Peña




Y entre tanto, la humanidad seguirá desesperadamente
tratando de exorcizar en todas las lenguas y
en todas las liturgias a ese proteico y omnipresente Satanás.

Salvador Freixedo.



Las asechanzas de los espíritus malignos siempre han acompañado al ser humano con sus manifestaciones hostiles. Fuerzas contrarias al bien, englobadas bajo el concepto demonológico dentro del cristianismo, se encuentran ya en las antiguas civilizaciones que han dejado huella como la Babilónica en la que el “príncipe de las tinieblas”, producto del maniqueísmo (fundado por Mani, en Babilonia), era tan poderoso como el mismo Dios.
El que lee o solamente recorre los gruesos volúmenes de textos de conjuros de toda clase publicados hasta ahora -refiere el investigador T.K. Oesterreich, 1966-, y que nos han llegado en su mayor parte escritos en caracteres cuneiformes sobre tabletas de arcilla, siente la impresión deprimente y hasta terrible del mundo en que aquellos pueblos creían vivir. En cada esquina acechaban los malos espíritus. Y a esta amenaza se añadía el peligro, en el que todos creían, de un posible sortilegio. A aquellos hombres, el mundo debió de parecerles sombrío, lleno de calamidades, horrible y siniestro.
La concepción dual del mundo en las representaciones universales explica el ser y hacer humanos. La dualidad opositora es palpable en todo. Luz y obscuridad, cielo y tierra, caliente y frío, bueno o malo, arriba y abajo, hombre y mujer.
En la antigüedad, las diversas deidades interactuaban diariamente con las personas, ya regulando las lluvias como protegiendo las cosechas e inspirando a los artesanos las mejoras en sus oficios tanto en sentido positivo (dioses buenos), como negativo (dioses malos). Para los teólogos de las religiones entonces y en general, toda la “sobrenaturaleza” no sometida a Dios, el dios bueno, era cosa del demonio o diablo. Dualidad eternamente oponente.
Se dio el nombre de diablo a la palabra procedente del griego que significando “difamador”, se decía por diabolos -arrojar en medio- al referirse a las palabras infamantes que son como obstáculos que se arrojan al camino para entorpecer el paso.
Los demonios o los diablos con sus poderes extremos y su ubicuidad sobrenatural no sólo asechaban a los hombres por doquier sino que también tentaban a Dios.
En occidente el diablo era el tormento eterno de los santos ermitaños y la visión aterradora en el espíritu femenino. El diablo, Satanás (satan es una palabra hebrea que significa adversario), había tentado a Cristo diciéndole “Todo esto te daré si postrándote en tierra me adorares”. En oriente también, el diablo no cejaba tampoco en martirizar a un Buda que se mostraba inseguro. Mara -el autor del mar o el rey de la muerte-, le ofrecía a Buda: “No empieces la vida religiosa y en siete días yo te haré emperador del mundo”. Mara emplea también, insistiendo, sus artificios seductores femeninos y “manda a sus hijas que procuren turbarlo con los treinta y dos sistemas de la magia femenina, cubriéndose con velos y descubriéndose, dejando ver el seno, haciendo sonar sus ajorcas, mostrando unos muslos como trompa de elefante”. Buda sin embargo, se resiste y sale airoso de la prueba. El dualismo aquí, como en todas las representaciones opositoras, es optimista siempre y a favor de los valores como del bien, la prudencia, la justicia, la mesura, la continencia y más. El dualismo, sin embargo, no necesariamente es creer en dos dioses del Bien y del Mal, sino que en forma más general es creer en dos principios de los cuales sólo uno es considerado divino.
En la América precolombina el dualismo también estuvo presente y México aporta un abundante material gráfico, arquitectónico, historiográfico e ideológico. Baste sólo recordar (con el sabor interpretativo cristiano) al paraíso del Tlalocan contrapuesto con el infierno del Mictlán, el inframundo de las tinieblas.
Entre los chibchas de Colombia, como un dato frecuentemente desconocido en nuestro medio, se reconocía también la pugna entre el Bien y el Mal. “Bochica (bueno) y Chibchacuma (malo) son dos rivales. Chibchacuma, furioso contra los hombres, había inundado la sabana de Bogotá con lluvias torrenciales; los indios desesperados se habían dirigido a Bochica; éste había hendido con su varita de oro los peñascos de Tequendama, allí donde se ven ahora las célebres cataratas, y las aguas se fueron por allí. Luego, condenó a Chibchacuma a llevar la tierra sobre sus hombros. Cuando temblaba la tierra, ello se atribuía a Chibchacuma, que se la pasaba de un hombro a otro.
Naturalmente, Bochica y Chibchacuma tenían apariencia humana. En su calidad de héroe civilizador, Bochica era un extranjero llegado del Este (curiosa similitud con Quetzalcóatl), con larga barba y abundante cabellera que le caía hasta la cintura. Iba con los pies descalzos. Era él quien había enseñado a los antiguos el arte de hilar el algodón y tejer las vestimentas; les había enseñado también a pintar sobre sus ropas motivos en forma de cruz. Asimismo, había anunciado la resurrección de los cuerpos.”
Los demonios de la humanidad en general, hicieron su agosto entre los siglos XIII y XVIII en Europa. Se “soltaron” por doquier y dieron pauta a las más terribles aberraciones criminales individuales y colectivas generando los primeros “procesos” por brujería. La represión física seguida contra ellos, aduciendo causas demoníacas a su hacer, pensar o disentir, se convirtió en el sanguinario motor de control social ejercido a diestra y siniestra por los detentores del supuesto poder-verdad. Alemania nutrió sus hogueras con una impresionante masa de brujos y brujas adoradores del demonio en el siglo XIV y la cacería de brujas se volvió cuasi un deporte en el resto de Europa. Ni la Bula «Omnipotentis» del Papa Gregorio XV que recomendaba a los jueces tener cuidado en reconocer en los hechos lo ilusorio de lo real o verdadero, libró a los “endemoniados” del tormento.
Polvo de aquellos lodos dejó en América el célebre proceso de las brujas de Salem, Massachusets, en E.U.A. de 1692 que mandó a la horca a 19 personas y 150 a prisión.
La tortura física y mental de antaño arrancaba, como lo hace aún hoy la mala policía, las “verdades” que querían saber de los indiciados endemoniados en sus aquelarres judiciales.
Sigmund Freud se ocupó de analizar el caso del “endemoniado” pintor bávaro Cristóbal Haitzmann ocurrida en el siglo XVII, y que era presa de visiones y ausencias en las que veía y vivía las cosas más diversas: convulsiones, acompañadas de intensos dolores; parálisis, una vez de las piernas, etcétera, diciendo que “la teoría demonológica de aquellos oscuros tiempos se ha mantenido en pie frente a todas las interpretaciones somáticas del período de las ciencias «exactas».
Los casos de posesión diabólica -sigue diciendo- corresponden a nuestras neurosis, para cuya explicación acudimos nosotros de nuevo a la acción de poderes psíquicos. Los demonios son para nosotros malos deseos rechazados; ramificaciones de impulsos instintivos reprimidos. Rechazamos tan sólo la proyección al mundo exterior de que la Edad Media hacía objeto a tales poderes anímicos y los hacemos nacer en la vida íntima del enfermo, en la cual moran.”
Cristóbal Haitzmann había hecho un pacto (en realidad fueron dos, uno escrito con tinta y otro con sangre fechada en el mismo año; nos referiremos aquí al segundo) con el diablo en los siguientes términos: «Año 1669. Cristóbal Haitzmann. Me obligo a Satanás y me comprometo a ser su hijo fidelísimo y a entregarle, dentro de nueve años, mi cuerpo y mi alma».
El demonio, o dicho con más propiedad, la enfermedad demonológica del señor Haitzmann, no es otra que su propio padre. El demonio al que el pintor vende su alma -dice el psicoanalista-, es para él un sustituto directo del padre. Con ello armoniza también la figura en que primero aquél se le apareció: la de un honrado burgués de edad madura, con barba negra, capa roja y sombrero negro, un bastón en la mano derecha y un perro negro a su lado. Luego, su apariencia se hizo cada vez más espantable y podríamos decir más mitológica, mostrando ya, como atributos, cuernos, garras de águila y alas de murciélago. Por último, en la capilla, surge bajo la forma de un dragón alado”.
El pacto diabólico del pintor sólo era una fantasía neurótica ya que es posible que el padre se opusiera al deseo de su hijo de ser pintor, y entonces la incapacidad de pintar que acometió a Haitzmann a raíz de la muerte de su padre sería una manifestación de la conocida «obediencia a posteriori», y, además, al incapacitar al sujeto para ganarse el sustento, habría incrementado su nostalgia del padre como protector ante sus necesidades de vida. Como obediencia a posteriori, sería también una manifestación de remordimiento y un auto castigo eficaz. Pero… sigue Freud diciendo en un tono de justificación y reproche dirigido contra sus adversarios ideológicos: si alguien no cree en el psicoanálisis, ni siquiera en el diablo, habremos de dejarle que se las arregle como quiera con este caso del pintor Haitzmann, bien se considere capaz de explicarlo con sus propios medios, o bien no halle en él nada que precise explicación.
Los demonios y diablos disfrazados de fantasías neuróticas que bullen en el inconsciente colectivo bajo la concepción humana dual del universo, rondan por doquiera y cada uno de nosotros libra una lucha, a su manera, contra los propios en el conjuro y exorcismo personal del vivir.

Podría entonces decirse:
Dime cuáles son o crees que son tus demonios y te diré quién eres.