jueves, 26 de agosto de 2010

Vida y verbos




(DR) Xavier A. López y de la Peña

El tema de la vida, el misterio sempiterno ha hecho brotar del pensamiento del hombre múltiples interpretaciones desde una variedad inmensa de enfoques: su origen, su desarrollo y su destino pueden ser solo algunos. Su concepción ya en sí es difícil: ¿qué es la vida? El concepto de la vida ha cambiado en el curso de la evolución del pensamiento humano y nuestro interés en el tema, por ahora, no se ubica en su génesis sino en su finalidad: su teleología. ¿Porqué la vida?, ¿Cual en su teleología?
Posiblemente podrían dársele cuando menos dos enfoques desde los cuales se pudiera abordar esta cuestión: el físico o biológico, esto es el sentido material de lo que entendemos como vida, que es tangible, mesurable, realizable; y el punto de vista metafísico, espiritual o religioso, inmaterial, intangible, inconmensurable e irrealizable.
Dicho de otra manera, tratar el concepto teleológico de la vida con lo que conocemos -o creemos conocer- basados en el método científico y sus evidencias o con lo que no conocemos ni podemos demostrar con el referido método de la ciencia, sustentado en dogmas de fe substancialmente. Haremos un intento con lo primero.
A la luz del conocimiento actual, la vida en nuestro planeta (recuérdese que en el espacio interestelar se ha documentado la presencia hidrocarburos, alcoholes, ácidos, aminas, nitrilos, etc.) tuvo sus orígenes en el mar, y surge de la combinación de elementos que, dispuestos de manera tal, cumplieron ciertas acciones o funciones en una tierra prebiótica -antes de la vida- hace unos 4,500 millones de años y evidentes en ciertas formaciones de hierro encontradas en rocas de la región de Isua en Groenlandia con una antigüedad de 3,824 millones de años, como producto probablemente de organismos fotosintéticos que transformaron este elemento desde aquella época. Estas funciones u acciones fueron haciéndose cada vez más complejas y su estudio sigue apasionando al mundo científico que hurga en el pasado con la tecnología del presente en la búsqueda de respuestas a preguntas varias: ¿cómo se desarrollaron los sistemas bioenergéticos y de biomembranas en el medio abiótico?, ¿cuál es el sustrato físico de la evolución molecular? y otras que hacen, a fin de cuentas, la diferencia entre lo que llamamos "vivo" y lo que no lo es. Sin embargo y a pesar de las lagunas en el conocimiento acerca de la transición de la materia a niveles de complejidad que conforman los seres vivos, un aforismo atribuido a Virchow (1853) y que sigue siendo válido dice que las células solo pueden provenir de otras células preexistentes: omnis cellula e cellula.
Lo "no vivo", quizá para darle vuelta a lo que es lo "vivo", es aquello que sigue las leyes de la entropía (término definido por Rudolph Clausius en 1850 en términos de una "transformación") que es el término utilizado en termodinámica y que trata de los movimientos espontáneos de la energía hacia su dispersión al azar en forma de calor, esto es, que los elementos que conforman la "no vida", lo material, físico, tienden a ocupar un lugar más probable, más estable en el universo.
Para entender esto último pensemos en el sol como ejemplo: sabemos que este astro pierde a cada momento material energético y por consecuencia tiende a enfriarse al desprender energía calorífica entre otras; de hecho se enfría en forma progresiva hasta que con el paso del tiempo termine desapareciendo. De esta manera el sol está "ganando" entropía. Pasa de un estado de "menor probabilidad" a uno de "mayor probabilidad", de la inestabilidad a la estabilidad, de una situación concentrada a una dispersa.
El mundo "no vivo" tiende a diluirse, en tanto que el mundo "vivo" tiende a concentrase. Los primeros a ganar entropía y los segundos a perderla. Los primeros a ser más estables, los segundos a ser más inestables.
Lo "no vivo" (mundo inorgánico) tiende a cumplir con las leyes del universo que se diluye y corre a ocupar una posición más estable a cada momento. Lo "vivo" (mundo orgánico) vamos ahora a señalar las diferencias, lucha contra ésta fuerza, se opone a diluirse, se concentra y por oponerse a la entropía puede llamársele antientrópico, de hecho se le conoce como neguentrópico -entropía negativa-. Utiliza trabajo para remontar "contra la corriente" a la que le empuja la entropía a partir de la información almacenada en sus genes.
Hagamos un recuento simple que diferencie a ambos (nótese que estas diferencias se hacen bajo la perspectiva termodinámica básicamente, por lo que no se incluyen los conceptos de "porque este se mueve, come, respira, excreta, se reproduce", etc.)

INORGANICO-- ORGANICO
(Sin vida)-- (Con vida)

Estable -- Inestable
Probable -- Improbable
Posible -- Imposible
Se dispersa -- Se concentra
Se destruye -- Se construye
Entrópico -- Antientrópico

Hay otras diferencias entre los elementos vitales y materiales, por ejemplo: un organismo vivo reacciona intercambiando material con el medio ambiente mediante la inversión de cierta cantidad de trabajo y éste es el elemento distintivo más sobresaliente: intercambiar material con el entorno e incorporarlo con ciertas transformaciones bioenergéticas a sí mismo y disipando algo de calor y materia no aprovechada o de desecho lo que le confiere la categoría de sistema abierto en contraposición con los sistemas cerrados del mundo inorgánico que no intercambian material con el exterior.
La vida entonces sólo es posible merced al intercambio activo, dinámico y de transformación material-energético con el exterior.
El organismo acepta material del exterior -depende de ello su vida-, lo incorpora a sí y para sí transformándolo utilizando e invirtiendo trabajo-energía, y elimina aquello que no le es útil en forma de calor básicamente.
El punto medular estriba en que el organismo vivo incorpora a si cierta cantidad de material como "estructura" que dé sostén (cuerpo) a sí mismo, esto es, los elementos que hacen que permanezca, que sea "algo" que perviva revelándose con ello a la ley del caos universal o entropía, se autoconstruye permanentemente de manera activa.
De esta manera podemos llegar a la conclusión siguiente: los seres vivos, merced al intercambio activo de material con el medio circundante y la inversión de trabajo mediado por mecanismos bioenergéticos que realizan, logran incorporar elementos a sí mismo para conservar (éste es el primer verbo de la vida) su estructura. Toda acción que desarrolla un organismo está dirigida a la lucha por conservarla, esta es la teleología de la vida: la (lucha) actividad constante hacia la conservación de su estructura dentro de su ambiente. El ser vivo solo vive para conservarse. Cualquier acción que desarrolle un ser vivo, estará directa o indirectamente relacionada con esta finalidad biológica.
Si esto es cierto como tratamos de explicar, entonces la ejecución de algún movimiento o el pensar -cosas a primera vista tan diferentes- llevarían el propósito inequívoco de mantener o conservar la estructura biológica. ¿Será así?
Parecería imposible, podemos reflexionar sin embargo, que el movimiento que ejecuta una amiba (que por cierto no se mueve porque si, nada más) no llevara otro propósito que acercarse al lugar en donde se encuentra el alimento como una forma de participación activa y dinámica para apropiárselo e incorporarlo a su propia estructura, o que el mismo movimiento le aleje de un posible peligro -calor, frío, ácido, etc.- y si ello es cierto, entonces ¿no se realizan estas acciones para sobrevivir, para ser, para conservar su estructura y no desaparecer?.
Toda acción, repito nuevamente, de los seres vivos se encamina a conservar su estructura, esta es la finalidad de la vida, la teleología biológica.
El proceso evolutivo o de cambio de las formas de vida con el pasar del tiempo a introducido dos elementos que a mi ver marcan las más importantes adquisiciones desde las formas más primitivas de vida hasta el hombre, en el sentido de que los cambios provean al organismo de una mayor capacidad de actuación y por ende de sobrevivencia y son: la socialización y la capacidad de ejecutar el pensamiento abstracto, dicho con un segundo y tercer verbos: convivir y pensar.
Por supuesto que estos elementos, su adquisición y su desarrollo son complementarios de la finalidad biológica de la conservación de la estructura y surgen a medida que los organismos van ganando en complejificación.
Podríamos entonces escudriñar y enfocar el estudio de cada uno de ellos por separado: el orgánico, el social y el psicológico y cada uno de ellos con rasgos propios de cada especie en cuanto a valor de supervivencia.
"El cerebro del hombre no fue hecho por la naturaleza para buscar la verdad, sino para buscar alimento, seguridad y sus similares; para buscar superioridad, para ayudar al hombre a sobrevivir otro día. Es un órgano de supervivencia"… decía Albert Szent-Györgyi premio Nobel de medicina de 1935, a lo que habría que añadir, sin embargo, que la búsqueda de la verdad constituye la teleología del pensar y es por tanto también un coadyuvante en la consecución de soluciones a los problemas que el hombre enfrenta, es también una función de supervivencia.
Las evoluciones sociales y psicológicas corren paralelas a la evolución biológica y alcanzan el zenit en el dominio del entorno, como medio de supervivencia en el hombre a través del pensamiento abstracto.
En resumen, la evolución biológica en sentido progresivo, moldea el social y el psicológico y se complementan correspondientemente.
La vida desde sus orígenes mantiene continuidad. Es un proceso termodinámico que sucede en macromoléculas complejas, antientrópico, autoregulable, autoreplicable y reproducible. Es decir, la vida implica un cambio constante a través de una dinámica energética que intercambia materia con el exterior, se controla a si misma en sus procesos y puede reproducirse con lo que se perpetúa en términos muy poco probables. Toda acción que un ser vivo ejecuta por insignificante que pudiera parecer, "cualquier rasgo de una especie -estructural, químico, comportamental- puede considerarse en términos de su valor de supervivencia"
El proceso vital es un continum en la lucha por la supervivencia. Desde su origen éste es su propósito, su finalidad como anteriormente analizamos.
Desde la primer macromolécula que tuvo posibilidad de realizar los procesos vitales, hasta los macroorganismos complejos de la actualidad, esta finalidad -de conservarse- no ha variado, y sus componentes, en mayor o menor proporción, son los mismos que se encuentran en la tierra: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, azufre, fósforo, etc., de lo que se concluye que la vida comparte en su estructura los elementos del exterior, no en sentido cuantitativo ni cualitativo sino en el ordenal, en este último cuya organización estructural confiere la posibilidad de intercambiar material energético con el exterior para apuntalarse y seguir.
Se obtiene así otra característica: la estructura determina la función y, recordando las palabras de T.H. Huxley de 1874 que decía que "el pensar es función del cerebro y las raíces de la psicología están en la fisiología del sistema nervioso".
Al surgir el hombre como producto elaborado de la naturaleza, sostiene vínculos indisolubles con ella y desde el punto de observación materialista, sus nexos en relación estrecha con el trabajo le convierten en catalizador hombre-naturaleza y en cuyo proceso el hombre se apropia para sí mismo la materia de la naturaleza y la utiliza para sus propios fines e intereses, para mantenerse y reproducirse...".
El binomio hombre-naturaleza interactúa perpetuamente pero, a diferencia de otros seres vivos, sólo el hombre es capaz de modificar a la naturaleza y oponerse -si se permite el calificativo- a sus leyes. ¿Acaso no el hombre se reproduce sin limitaciones de espacio?, ¿No es capaz de desviar el cauce de un río para lograr un asentamiento más acorde a sus necesidades? El hombre, gracias a su intelecto enfrenta a la naturaleza y establece sus leyes, se le opone como arriba se mencionó y por ello deberá pagar un precio. Este precio podría ser su propia destrucción. Las poderosas fuerzas que el ser humano a descubierto en algún momento podría escaparse a su control y revertirse contra él.
En ese momento, posiblemente todos los seres vivos sucumbirían a la eterna y universal ley de la entropía que así impondría su destino.
Del proceso evolutivo que los organismos han experimentado con interés de supervivencia, el que considero de mayor trascendencia es el de la consecución del pensamiento abstracto por el hombre, cuyo fin último o teleológico es llegar al conocimiento de la verdad. Esta máxima aspiración le ha conferido tanto poderío que tiene ahora que luchar para controlarlo y reubicarlo en el contexto primigenio y biológico de la conservación de su estructura.

martes, 3 de agosto de 2010

Cuando se muere


*Xavier A. López y de la Peña

La muerte representa la cesación de nuestra (y de toda) vida corporal. Con el tiempo yo ya no seré yo. Sin embargo, algunas personas creen que su alma o espíritu (algo de ellos) habrá de desplazarse hacia el más allá, seguirá viviendo sin forma corpórea y ya disfrutará o padecerá, según el recuento y balance que se haga de sus acciones ya buenas o malas durante su vida terrenal. Otras personas más, creen en la reencarnación, una vida futura en “otro” cuerpo ya sea humano o no humano y más variedades.
¿Qué misterio importa la muerte? Lo ignoro y sin afán fastidioso creo que nadie lo sepa fuera de las explicaciones esotéricas o confesionales y hasta biológicas. Del proceso que le antecede, del morir, del cuando se muere si tenemos alguna idea.
Por principio diremos que el ser humano posee sobresalientemente tres atributos únicos que le caracterizan diferencialmente de otros seres con vida. Quizás el más destacado y primero es el de la búsqueda insaciable de conocimiento. Su sed de aprehender el entorno no parece conocer límites. Busca la explicación a todo cuanto le rodea, interpreta todo, aún lo que no puede entender y por tanto interpretar a cabalidad. En segundo lugar esta la conciencia que tiene del tiempo. Mantiene en su memoria recuerdos del pasado, es consciente de su vida presente, de sus sensaciones personales y planea y diseña a futuro, prevé. Sabe que nació, que vive y que habrá de morir tarde o temprano. El tercer atributo lo constituye su propio hacer, su modelación personal, su vivir único e irrepetible estructurado por su entorno y la respuesta que de a ello como producto del azar y la necesidad. Es, como señala Santiago Genovés, hacerse a sí mismo entre unos y otros al vaivén de la premisa de la cultura-tiempo-espacio.
La muerte, no obstante, nos quita la necesidad de búsqueda, nos castra el afán de conocimiento. Nos deja sin conciencia de temporalidad, anunciándonos la nada en la que ya no seremos más y seremos olvidados. Y moriremos también en un entorno de cultura-tiempo-espacio particulares.
Cuando el ser humano muere, debe ser retirado. Incorporado a la tierra, incinerado, echado al mar, embalsamado, dejado a la intemperie y la soledad y más. Se establecen una enorme variedad de ritos funerarios que dan espacio al “retiro” y despedida del fallecido. Se da el adiós ritual al que era y ya no es más. La muerte todavía no se entiende, se interpreta, se especula, se cavila, pero, no se entiende al fin y al cabo. La relación humana se trunca con el muerto(a) y por tanto se le debe ubicar en otro nivel. Debe hacerse “algo” con el que era ya no es.
Infelicidad, abandono y olvido, son tres premisas que impone la muerte en contraposición al ser felices, que nos quieran y el dejar huella que todo ser humano desea. Cierto que hay matices, no todo es blanco o negro pero la muerte siempre se liga con pérdida más que con ganancia.
El morir, es diferente. En esta etapa previa a la muerte, el moribundo todavía posee los atributos humanos diferenciales y en ella requiere con más ahínco que se le escuche, que se le atienda, que se le toque (físicamente) y que se le comprenda y perciba como un ser humano aún entre seres humanos.
El nacer, vivir y morir eran antaño compartidos por la familia en un continuo temporal-espacial hoy difícil de seguir. Padres, hijos, abuelos y bisabuelos y quizá más, eran conscientes del nacer, vivir y morir de unos y otros bajo un mismo techo. El nacimiento, tanto como la muerte no son ya procesos de una vida que se percibe, se aprehende, se vive y se sufre en una familia. Ahora se nace y se muere en el ambiente aséptico (cuando menos en apariencia) y despersonalizado de un hospital rodeado de extraños sin nexos parentales. Son extraños a nuestros lazos filiales aquellos que participan, regulan, certifican y hasta nos anuncian la llegada o la partida de un ser humano. Se ha fragmentado y por tanto medicalizado el continuo de la vida, apropiándose ya no solo la salud sino también y bajo su entorno, de su alfa (nacimiento) y omega (muerte).
Aparece entonces la organización médico-social del morir y de la muerte. El personal de salud establece entonces una ordenación social bien estructurada que protocoliza, jerarquiza y rutiniza el proceso en todas sus etapas. Se institucionalizan así el camino del morir y la muerte bajo una serie de procesos que se complican, o amplían -según se quiera entender- hoy, con la donación de órganos por parte del difunto. La participación del muerto para el vivo que necesita sus partes.
La organización “social” de la muerte de esta manera conformada a nivel hospitalario, tiene cuando menos dos niveles perceptibles importantes de atención. En primer termino está el interés por desviar la atención sobre la persona moribunda (que no se sepa, que no se vea, que no se oiga, que no se perciba) y en seguida, hacer lo más expedito posible la salida del cuerpo de la sala o habitación y, luego, de la institución respectiva. Las cargas emocionales que ello impone, se procesan de forma “rutinaria” de manera general. Sin embargo, eventos “inesperados” en pacientes niños o jóvenes o en aquellos en los que la muerte no constituía un evento anunciado; lo sucedido a personajes importantes de la política, con gran poder económico o en artistas famosos -por citar sólo algunos- la rutina puede suscitar sólo unas pocas alteraciones en el proceso y dar pie a comentarios adicionales y procedimientos “poco usuales” por breve tiempo y como una anécdota más en el vivir el proceso del morir y la muerte misma a nivel institucional. ¿Sabes quién murió en mi guardia? –le dice una enfermera a la otra.
El moribundo genera desesperanza tanto en el personal proveedor de servicios de salud, como con la de sus allegados, y sólo en esta situación se permite la estancia de familiares cercanos a el o a ella por tiempo y en condiciones superiores a las usuales.
Las causas que llevan a la muerte generan también cambios operacionales a nivel de los prestadores de servicios de salud institucionales. De hecho, la atención del moribundo puede ser distinta a la que se ofrece entre la de una persona con un suicidio frustrado, que aquella que se otorga a un anciano(a) con cáncer muy avanzado y en fase terminal. Después de todo, la atención humana es dada entre humanos y variará de acuerdo a la percepción, prejuicios, valores, necesidades, cultura, religión, etc. de lo que unos tengan sobre los otros. El intento suicida podría ser reprochado y atendido, sin embargo, con un reprobable “código lento”.
El mundo de la técnica y de la ciencia que permean en las instituciones hospitalarias se recrean en una organización burocrática que establece niveles de poder y hacer mediante normas, esquemas y rutinas, que se nutre a su vez del humanismo interpersonal, difícil a veces de interpretar. El poeta lo asimiló bien diciendo que:
“La ciencia con ser ciencia
no me sabe a mi decir
por qué yo te quiero tanto
y no me quieres tu a mi”.

La medicina se ve confrontada más directamente con el morir y la muerte. Su razón de ser por la salud y bienestar del ser humano cesa ante esta última. Ante el moribundo, la esperanza se desvanece de manera inexorable y progresiva, las razones del vivir enfrentan un callejón sin salida ante la certeza de la finitud. Fortaleza, entereza, vigor y propuesta se ven coartadas ante el inevitable destino de un ser humano que nos muestra, a su vez, nuestro inevitable también futuro destino.
Más allá de la atención médicamente institucionalizada del moribundo está el peligro latente y medrando de la obcecación, probablemente también institucionalizada, por la vida. El tratamiento desproporcionado e inusual, el encarnizamiento terapéutico como en ocasiones también ha sido nombrado y la futilidad (lo frívolo, trivial, sin significado, sin consecuencias) de los procesos para mantener “con vida artificial” y sin esperanza a un ser humano.
El morir genera una amplia gama de tensiones ya físicas como morales que deben atenderse de manera oportuna y con sensibilidad, paliarse si es el caso, consolarse cuando menos. Algunas tendrán respuesta, otras no. Las tensiones surgen en el moribundo y le generan angustia ante su futuro, ante los problemas que deja atrás, ante la carga física, económica, social que impone a los suyos. Pena, desesperanza, angustia, depresión son ingredientes notables que cargan fuertemente pacientes, familiares y amigos y prestadores de servicios de salud.
El viejo que ante su propia muerte deja atrás a su compañera también vieja y con, posiblemente, también importantes limitaciones de índole variada suma a su congoja el desamparo en que quedará aquella con la que compartió su vida.
Las acciones que se tomen para atender a las personas moribundas afectaran de manera sensible la forma en que estas respondan y sientan. Más allá de la atención al dolor que hoy por hoy, algunos pueden tener al alcance de sus posibilidades dada la amplia gama de analgésicos disponibles que incluyen a los opiáceos y los no opiáceos, como síntoma más angustiante para quien lo pueda padecer y padezca, hace falta la creación de una cultura de atención al moribundo, del proceso del morir para dignificarlo.