martes, 3 de agosto de 2010

Cuando se muere


*Xavier A. López y de la Peña

La muerte representa la cesación de nuestra (y de toda) vida corporal. Con el tiempo yo ya no seré yo. Sin embargo, algunas personas creen que su alma o espíritu (algo de ellos) habrá de desplazarse hacia el más allá, seguirá viviendo sin forma corpórea y ya disfrutará o padecerá, según el recuento y balance que se haga de sus acciones ya buenas o malas durante su vida terrenal. Otras personas más, creen en la reencarnación, una vida futura en “otro” cuerpo ya sea humano o no humano y más variedades.
¿Qué misterio importa la muerte? Lo ignoro y sin afán fastidioso creo que nadie lo sepa fuera de las explicaciones esotéricas o confesionales y hasta biológicas. Del proceso que le antecede, del morir, del cuando se muere si tenemos alguna idea.
Por principio diremos que el ser humano posee sobresalientemente tres atributos únicos que le caracterizan diferencialmente de otros seres con vida. Quizás el más destacado y primero es el de la búsqueda insaciable de conocimiento. Su sed de aprehender el entorno no parece conocer límites. Busca la explicación a todo cuanto le rodea, interpreta todo, aún lo que no puede entender y por tanto interpretar a cabalidad. En segundo lugar esta la conciencia que tiene del tiempo. Mantiene en su memoria recuerdos del pasado, es consciente de su vida presente, de sus sensaciones personales y planea y diseña a futuro, prevé. Sabe que nació, que vive y que habrá de morir tarde o temprano. El tercer atributo lo constituye su propio hacer, su modelación personal, su vivir único e irrepetible estructurado por su entorno y la respuesta que de a ello como producto del azar y la necesidad. Es, como señala Santiago Genovés, hacerse a sí mismo entre unos y otros al vaivén de la premisa de la cultura-tiempo-espacio.
La muerte, no obstante, nos quita la necesidad de búsqueda, nos castra el afán de conocimiento. Nos deja sin conciencia de temporalidad, anunciándonos la nada en la que ya no seremos más y seremos olvidados. Y moriremos también en un entorno de cultura-tiempo-espacio particulares.
Cuando el ser humano muere, debe ser retirado. Incorporado a la tierra, incinerado, echado al mar, embalsamado, dejado a la intemperie y la soledad y más. Se establecen una enorme variedad de ritos funerarios que dan espacio al “retiro” y despedida del fallecido. Se da el adiós ritual al que era y ya no es más. La muerte todavía no se entiende, se interpreta, se especula, se cavila, pero, no se entiende al fin y al cabo. La relación humana se trunca con el muerto(a) y por tanto se le debe ubicar en otro nivel. Debe hacerse “algo” con el que era ya no es.
Infelicidad, abandono y olvido, son tres premisas que impone la muerte en contraposición al ser felices, que nos quieran y el dejar huella que todo ser humano desea. Cierto que hay matices, no todo es blanco o negro pero la muerte siempre se liga con pérdida más que con ganancia.
El morir, es diferente. En esta etapa previa a la muerte, el moribundo todavía posee los atributos humanos diferenciales y en ella requiere con más ahínco que se le escuche, que se le atienda, que se le toque (físicamente) y que se le comprenda y perciba como un ser humano aún entre seres humanos.
El nacer, vivir y morir eran antaño compartidos por la familia en un continuo temporal-espacial hoy difícil de seguir. Padres, hijos, abuelos y bisabuelos y quizá más, eran conscientes del nacer, vivir y morir de unos y otros bajo un mismo techo. El nacimiento, tanto como la muerte no son ya procesos de una vida que se percibe, se aprehende, se vive y se sufre en una familia. Ahora se nace y se muere en el ambiente aséptico (cuando menos en apariencia) y despersonalizado de un hospital rodeado de extraños sin nexos parentales. Son extraños a nuestros lazos filiales aquellos que participan, regulan, certifican y hasta nos anuncian la llegada o la partida de un ser humano. Se ha fragmentado y por tanto medicalizado el continuo de la vida, apropiándose ya no solo la salud sino también y bajo su entorno, de su alfa (nacimiento) y omega (muerte).
Aparece entonces la organización médico-social del morir y de la muerte. El personal de salud establece entonces una ordenación social bien estructurada que protocoliza, jerarquiza y rutiniza el proceso en todas sus etapas. Se institucionalizan así el camino del morir y la muerte bajo una serie de procesos que se complican, o amplían -según se quiera entender- hoy, con la donación de órganos por parte del difunto. La participación del muerto para el vivo que necesita sus partes.
La organización “social” de la muerte de esta manera conformada a nivel hospitalario, tiene cuando menos dos niveles perceptibles importantes de atención. En primer termino está el interés por desviar la atención sobre la persona moribunda (que no se sepa, que no se vea, que no se oiga, que no se perciba) y en seguida, hacer lo más expedito posible la salida del cuerpo de la sala o habitación y, luego, de la institución respectiva. Las cargas emocionales que ello impone, se procesan de forma “rutinaria” de manera general. Sin embargo, eventos “inesperados” en pacientes niños o jóvenes o en aquellos en los que la muerte no constituía un evento anunciado; lo sucedido a personajes importantes de la política, con gran poder económico o en artistas famosos -por citar sólo algunos- la rutina puede suscitar sólo unas pocas alteraciones en el proceso y dar pie a comentarios adicionales y procedimientos “poco usuales” por breve tiempo y como una anécdota más en el vivir el proceso del morir y la muerte misma a nivel institucional. ¿Sabes quién murió en mi guardia? –le dice una enfermera a la otra.
El moribundo genera desesperanza tanto en el personal proveedor de servicios de salud, como con la de sus allegados, y sólo en esta situación se permite la estancia de familiares cercanos a el o a ella por tiempo y en condiciones superiores a las usuales.
Las causas que llevan a la muerte generan también cambios operacionales a nivel de los prestadores de servicios de salud institucionales. De hecho, la atención del moribundo puede ser distinta a la que se ofrece entre la de una persona con un suicidio frustrado, que aquella que se otorga a un anciano(a) con cáncer muy avanzado y en fase terminal. Después de todo, la atención humana es dada entre humanos y variará de acuerdo a la percepción, prejuicios, valores, necesidades, cultura, religión, etc. de lo que unos tengan sobre los otros. El intento suicida podría ser reprochado y atendido, sin embargo, con un reprobable “código lento”.
El mundo de la técnica y de la ciencia que permean en las instituciones hospitalarias se recrean en una organización burocrática que establece niveles de poder y hacer mediante normas, esquemas y rutinas, que se nutre a su vez del humanismo interpersonal, difícil a veces de interpretar. El poeta lo asimiló bien diciendo que:
“La ciencia con ser ciencia
no me sabe a mi decir
por qué yo te quiero tanto
y no me quieres tu a mi”.

La medicina se ve confrontada más directamente con el morir y la muerte. Su razón de ser por la salud y bienestar del ser humano cesa ante esta última. Ante el moribundo, la esperanza se desvanece de manera inexorable y progresiva, las razones del vivir enfrentan un callejón sin salida ante la certeza de la finitud. Fortaleza, entereza, vigor y propuesta se ven coartadas ante el inevitable destino de un ser humano que nos muestra, a su vez, nuestro inevitable también futuro destino.
Más allá de la atención médicamente institucionalizada del moribundo está el peligro latente y medrando de la obcecación, probablemente también institucionalizada, por la vida. El tratamiento desproporcionado e inusual, el encarnizamiento terapéutico como en ocasiones también ha sido nombrado y la futilidad (lo frívolo, trivial, sin significado, sin consecuencias) de los procesos para mantener “con vida artificial” y sin esperanza a un ser humano.
El morir genera una amplia gama de tensiones ya físicas como morales que deben atenderse de manera oportuna y con sensibilidad, paliarse si es el caso, consolarse cuando menos. Algunas tendrán respuesta, otras no. Las tensiones surgen en el moribundo y le generan angustia ante su futuro, ante los problemas que deja atrás, ante la carga física, económica, social que impone a los suyos. Pena, desesperanza, angustia, depresión son ingredientes notables que cargan fuertemente pacientes, familiares y amigos y prestadores de servicios de salud.
El viejo que ante su propia muerte deja atrás a su compañera también vieja y con, posiblemente, también importantes limitaciones de índole variada suma a su congoja el desamparo en que quedará aquella con la que compartió su vida.
Las acciones que se tomen para atender a las personas moribundas afectaran de manera sensible la forma en que estas respondan y sientan. Más allá de la atención al dolor que hoy por hoy, algunos pueden tener al alcance de sus posibilidades dada la amplia gama de analgésicos disponibles que incluyen a los opiáceos y los no opiáceos, como síntoma más angustiante para quien lo pueda padecer y padezca, hace falta la creación de una cultura de atención al moribundo, del proceso del morir para dignificarlo.

1 comentario:

  1. Personalmente la idea de la muerte ha dado vueltas en mi cabeza hace tiempo ya. Aunque entedemos que algún día llegará el fin, parece como si nuestra mente vislumbrara este en un lejano y difuso futuro, cuando puede ser que nos espere justo al salir de casa al dirigirnos a una fiesta, a una clase, a pagar la luz, trucando planes que teníamos vislumbrados con una claridad y cercanía casi tangible.

    Así hacemos y deshacemos proyectando rutas, trazando planes y soñando en días que quizá nunca lleguemos a ver.

    ¿Con qué he de irme?
    ¿Nada dejaré en pos de mi sobre la tierra?
    ¿Cómo ha de actuar mi corazón?
    ¿Acaso en vano venimos a vivir,
    a brotar sobre la tierra?
    Dejemos al menos flores
    Dejemos al menos cantos

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