domingo, 1 de octubre de 2023

Experiencia quirúrgica, Aguascalientes 1893.

 

Experiencia de un médico estadounidense
en Aguascalientes, México, a fines del siglo XIX 


En la vida tenemos vivencias que nos marcan
y necesitamos compartirlas,
particularmente si se realizan en un medio adverso
que pone en juego nuestra inteligencia, razón, juicio
e incluso nuestra propia vida. 

Dr. Xavier A. López y de la Peña

 
https://www.facebook.com
/HistoriadelaMedicina
UCV/photos/a.
1663602883858865/
2287372728148541/?type=3

          
De enorme interés resulta la descripción que un extranjero hace de su práctica médica en Aguascalientes a finales del siglo XIX, dado que sólo poseíamos algunas breves notas sobre su hacer, harto simples y escuetas registradas en algún documento oficial. Sin embargo, uno de ellos, el doctor David H. Galloway Ph.G., M. D. (médico radicado en Chicago, Ill., EUA.)  relata su experiencia como médico cirujano empleado del ferrocarril en la ciudad de Aguascalientes en el año de 1893, mismo que publicó en la revista médica norteamericana Journal of the American Medical Asociation (JAMA), y que tituló: Experience of an American physician in Mexico.
Operating for suppurative lymphangitis under difficulty. – Taking his one medicine. - Strychnia poisoning. 1896;27(24):1235-1238.

 

A continuación, presentaré solamente una traducción del caso quirúrgico a que el autor se refiere: 
Un peón llegó a mi oficina diciendo que un hombre “estaba muy enfermo de su pierna” y agregó que “pertenecía” al ferrocarril; le dije que lo llevara al hospital.
En este encontré a un hombre de 23 años de edad, acostado en el piso al frente de la pequeña tienda. Había una distancia de 90 o 120 centímetros entre la pared frontal y el pequeño mostrador, y en este espacio el hombre yacía sobre un trozo de estera de paja (petate) extendido sobre el piso de tierra.
Su pierna estaba descubierta y procedí a examinarla. No fue fácil ya que estaba muy sucia. No pude ver nada y estaba tan sensible que no me dejaba tocarla con los dedos. En comparación, no pude ver ninguna diferencia entre las dos piernas, así que le di un placebo y le ordené un baño.
En la noche me trajeron el mensaje de que estaba muy enfermo y que había mantenido despierto a todos los vecinos con sus quejas. Hablé nuevamente con el mensajero y no tuve nada mejor que lo ya informado. No lo habían bañado; porque ningún mexicano se baña cuando está enfermo, y también porque esta pobre persona con su pierna tan adolorida no admitía la manipulación para su aseo. En esta ocasión le encontré un pequeño absceso sobre el borde de la tibia y concluí que habría mucho más, arriba de ella.
Le dije a la familia que regresaría en la mañana, que anestesiaría al paciente con cloroformo y le operaría la pierna. Ellos se mostraron satisfechos con ello. Le di al paciente una dosis de morfina para aliviar el dolor y para que pudiese dormir un poco, y dejé su casa.
Antes de irme dejé instrucciones de que tuvieran listos 5 galones de agua hervida.
En la mañana preparé los instrumentos y la ropa necesaria antes de dejar mi casa. El Dr. Frank Charles Doty, un dentista, me acompañaría para dar la anestesia y un niño de 14 años sería mi asistente.
            La descripción del cuarto en donde le operaría resulta necesaria para poder entender lo que seguiría.
            La habitación tenía cerca de 2.4 metros de ancho, 5.5 o 6 de largo y 3 de alto. Una puerta a mitad de la pared que daba a la calle. Esta puerta tenía 0.60 metros o 0.70 de ancho y era tan baja que tuve que detenerme al entrar para evitar que mi sombrero golpeara la parte superior, y mido considerablemente menos de 1.80 metros de altura.
En la parte posterior del cuarto había otra puerta similar que comunicaba con el resto de la casa. Ninguna luz entraba al cuarto, excepto la que entraba por la puerta frontal. Había algunos estantes en la pared y un mostrador de 45 cm de ancho que se extendía desde la pared y llegaba hasta 1.20 metros de la puerta frontal.
            Pusimos al paciente sobre el mostrador y el Dr. Doty, se situó parado entre la pared y el mostrador para darle la anestesia. Me puse yo detrás del mostrador y de frente a la puerta.
Teníamos a mano abundante agua caliente mantenida sobre recipientes calentados con carbón, en la que una mujer se ocupaba de ello. Cargué entonces una jeringa con agua caliente y la sujeté suspendida del techo.
Tan pronto como el paciente se durmió, tomé un cepillo rígido en una mano y una pastilla de jabón para lavar en la otra, dejé correr el agua del irrigador y comencé a frotar vigorosamente la pierna. Apenas había comenzado cuando la madre detrás de mí lanzó un grito y espetó que estábamos matando a su hijo. En un momento, la media docena de espectadores se incrementó a cincuenta. Se arrastraron hasta la habitación y llenaron la puerta, pero no pudieron llegar detrás del mostrador. Esto nos dejó sin luz, de manera tan completa que hubo de detenerse todo trabajo. Les pedí que se retiraran, pero nadie se movió. Yo llevaba un bastón fuerte y con él me estiré por encima del mostrador y saqué a la mayoría de ellos de la tienda.
Todavía llenaban y obstruían la puerta, de forma que no podía trabajar. Llené entonces una taza con agua caliente y amenacé con tirarla a los que obstruían la puerta, pero ellos solo me miraron firmemente. Esto colmó mi paciencia, llené nuevamente una taza con agua caliente y aventé su contenido a la puerta, cayendo sobre los que obstruían la puerta sobre sus brazos y pechos. El agua estaba casi hirviendo y fue eficaz para poder abrir un paso para la luz. Tiré más agua lo más que pude por la puerta y la multitud retrocedió hasta dejar un espacio vacío donde el agua asomaba sobre la tierra seca. Así mantuve un espacio abierto y con luz durante toda la operación.
De vez en cuando algún recién llegado se abría paso a codazos, cruzaba el espacio abierto y aparecía por la puerta, pero antes de que sus ojos se acostumbraran a la tenue luz del interior, aproximadamente medio litro de agua caliente lo golpeaba en medio del cuerpo y desaparecía con mucha más celeridad de la que había aparecido.
            Tan pronto como fue posible, se reanudó el lavado, y al terminar encontramos una columna de manchas rojo brillantes justo arriba del tobillo y a todo lo largo de la tibia y que, pasando la rodilla, cruzaba más hacia el interior del muslo y se detenía debajo del ligamento de Poupart.
El tamaño de alguna de estas manchas era de unos ocho centímetros de diámetro, y casi se fusionaban formando una amplia banda roja. Había poca o ninguna hinchazón. Con el bisturí hice una pequeña incisión en la parte alta de la pierna y brotó pus. Amplié entonces la herida seis centímetros más.
Al instante se escuchó otro grito y un tipo, a quien no había visto antes, "se apareció" por detrás en mi espalda; lo golpeé entonces con mi puño blandiendo el bisturí y, en su prisa por apartarse, tropezó y cayó al suelo de espaldas. Me paré junto a él y, en el español más contundente que pude, lo amenacé con cortarle el corazón, el hígado y varios otros órganos torácicos y abdominales si volvía a levantar un dedo hacia mí. Después de esta interrupción continué con la operación, solo deteniéndome ocasionalmente para rociar a una víctima fresca con agua caliente.
Los abscesos que encontramos estaban intercomunicados, así que amplié la incisión 5 o 10 centímetros más, haciendo unas bolsas con mis dedos y otras más a lo largo de la pierna.
Durante todo este tiempo la multitud de afuera estaba haciendo comentarios, ninguno de ellos elogioso y algunos de ellos amenazantes: ¡Él está muerto! ¡Él está muerto! ¡Los carniceros ingleses lo mataron! ¡Maten a los carniceros! Y muchas otras consignas nada agradables para nosotros.
Cuando el hombre me atacó, el Dr. Doty me advirtió que abandonáramos la operación hasta que llegara una guardia de soldados. Pero yo no sabía entonces a dónde poder ir. La gente realmente creía que el paciente estaba muerto y estarían seguros de ello, si por cualquier medio intentáramos irnos mientras él estaba en esa condición.
Varias veces, cuando nos acercábamos a finalizar la operación, entró un anciano, tomó el pulso del paciente, miró a sus ojos, luego salió de nuevo y anunció a la multitud que el hombre aún no había muerto, pero que pronto lo estaría. El investigador era un hombre diferente cada vez y siempre un hombre mayor, quien parecía pensar que era menos probable que lo quemáramos con agua.
Finalmente, cuando terminé de operar la calle estaba llena de gente, probablemente con doscientas o trescientas personas; estaban molestas e inquietas y estábamos bastante alarmados por nuestra propia seguridad. Discutimos la situación y decidimos que no podríamos irnos hasta que el paciente estuviera completamente recuperado de la anestesia. No quería que pensaran que teníamos miedo de salir y propuse que ocupáramos todo el tiempo que fuera necesario para su recuperación al ponerle con toda calma sus ropas.
El doctor suspendió la administración del cloroformo tan pronto como yo terminaba de asear todas las cavidades. Empaqueté todo con gasa yodoformada, envolví la pierna con gasa esterilizada y le puse encima algodón absorbente, luego, empezando por los dedos cubrí toda la pierna con un vendaje ancho. Este se enrollaba con más cuidado que al hacer una laparotomía, dándole unas cuantas vueltas a la vez, desenrollando y rebobinando, hasta que el paciente se hubiera recuperado lo suficiente como para poder hablar.
Luego acostamos al paciente en su lugar en el piso y se permitió a sus amigos entrar, uno o dos a la vez, para hablar con él. Cuando ellos encontraron que estaba vivo y sin dolor, se produjo una reacción, la multitud se quedó en silencio y nos preparamos para partir.
            Primero llamé a su madre y le di instrucciones para su cuidado y le pedí que en la noche mandase a alguien a mi oficina para informarme sobre su condición. Luego recogimos nuestras cosas y caminamos entre la multitud lo más despreocupadamente posible. Ellos nos abrieron paso sin decir palabra y pasamos entre ellos.
            En la noche, el mensajero llegó diciéndome que el paciente estaba bien y quería cenar, lo cual era una prueba para ellos de que se pondría bien. Instruí al mensajero que regresara por la mañana y, al traerme el mismo mensaje, me aventuré ir a verle.
Llamé cada día, y cada día durante una semana tuve dificultades para entrar a su casa, porque muchos de ellos me paraban disculpándose por su rudeza en el día de la operación.
Le saqué el vendaje y luego lo irrigué y volví a vendar todos los días hasta que sanó.
Al final de la semana las heridas rápidamente cerraban.
Acerca del hombre que saltó sobre mi espalda el día de la operación, observó el vendaje y luego me dijo que una vez él tuvo un pequeño absceso en la pierna, que el doctor le hizo entonces una abertura muy pequeña y que requirió de seis semanas para sanar; en este caso las aberturas eran muy grandes, pero casi se curaron en seis días. Él me dijo ser el hermano del paciente y pensó que yo lo estaba “cortando” más de lo necesario y que por eso me había atacado, pero que se disculpaba por ello.
No pude encontrar el punto por donde entró la infección, pero como rara vez se bañan los pies, a menudo tienen abscesos debajo o alrededor de las uñas y muy frecuentemente los talones están agrietados. En este caso, la infección entró probablemente por una pequeña lesión en un dedo, y la herida original cicatrizó antes de que se experimentara cualquier problema.