lunes, 20 de noviembre de 2017

"Hantiguedades"

De visita en un tianguis lugareño.

Dr. Xavier A. López y de la Peña


Ensayo literario

En medio del bullicio típico dominguero del mercado público, mezclado con los olores a fritangas, frutas, flores y –de vez en cuando- a humanidad, deambulaba a paso calmo mirando con una mezcla de curiosidad y desenfado los diversos puestos con mercancía varia.
La gente alrededor deambulaba afanosamente por los improvisados pasillos a la búsqueda de tornillos, aditamentos para el inodoro, una blusa, herramienta usada, un compact disk o una licuadora más o menos en buen estado. Otras más se detenían a comer unos tacos de lechón con don Ramón; de birria o un sencillo cucurucho de papel repleto de fruta fresca de la estación jugosamente espolvoreada con chile en polvo y sal.
            El sol abrileño a las 11 de la mañana ya caía a plomo y los improvisados toldos multicolores apenas aliviaban el bochorno matinal adicionándole un efecto «invernadero» al paseo.
El año pasado las lluvias habían escaseado -recordaba- y al tiempo relacionaba el recuerdo con las necesarias lluvias para fecundar al campo y, de paso, contribuir a limpiar los pasillos del mercado.
¡Pásele a ver qué le gusta! ¡Pónga precio! -interrumpían las meditaciones que me hacía, escuchándose aquí y allá la voz de los gritones marchantes.
No lejos, desde un automóvil viejo y destartalado,  retapizado con jirones de tiempo, hablaba el típico merolico, el locuaz inacabable con la boca llena de palabras que publicitaba sus mercaderías de la herbolaria afanosamente como útiles.
Garantizado patroncito –recalcaba. 
Hablaba y hablaba de los menjurjes contra el mal del pinto, la diarrea, los temblores, la calentura o los granos rebeldes de la cara. Sobre éstos últimos decía con un bien estudiado lenguaje:  No deje que su apariencia demerite ante los demás –argumentaba pomposamente, sin dejar de hablar y sin un sólo error de dicción-  y cúrese definitivamente los granos seborreicos o acneiformes de su cara con el tradicional ungüento del Tío Pancho que contiene, en su fórmula, los ingredientes más reconocidos por la dermatología del mundo para restaurar la piel maltratada por el sol, la tierra y la terrible contaminación que inflige, junto con la radiación ultravioleta y los gérmenes del ambiente, serios daños a la epidermis y la dermis adjunta.  ¡Únteselo por la mañana con un leve masaje, déjelo actuar unos 5 minutos y lávese con jabón de pastilla! No encontrará algo mejor –decía y decía sin parar- y a sólo 1 pesito. ¡Llévese 3 por sólo el precio de 2 y haga feliz,  regalándoselo, a su graniento vecino o a la comadre concha! La amplificada voz del merolico brotaba inacabable por los altavoces improvisados colocados sobre el multicolor techo de su automóvil que mostraba tantos restos de colores que señalaban, cada uno de ellos en años y décadas probablemente, el paso del tiempo en su estructura en símil con el de los anillos que la naturaleza imprime en el tronco de los árboles. La voz del merolico competía en volumen –avatares de la lucha sórdida comercial- con el del puesto de enfrente que vendía, entre muchas, cintas pirata grabadas del grupo norteño Tigres de Nuevo León y de la popular Chacha Lona que, en ese momento se reproducía y que a ritmo de salsa estridente brotaba por los baffles colocados a ambos lados del changarro con una salida de 200 watts de potencia y acompañado por el rítmico saltar de las luces multicolores desplegadas en la carátula del amplificador. La estridencia superaba, con mucho, los decibeles permisibles para preservar la capacidad auditiva al óptimo.
            No faltaba tampoco el comerciante agresivo que, en torno a su mercadería compuesta de artículos de ferretería de origen chino o taiwanés pero con vistosos empaques multicolores y títulos en inglés decía a los viandantes ¡Acérquese, no se raje! ¡Si no compra no mire, deje turno al que puede! ¡Estoy aquí para vender, agarre lo que le guste y nos arreglamos!
            El mercado o tianguis dominguero con su barullo multicolor y festivo era el centro de atracción comercial de la población con escasos recursos y para todos aquellos que por una u otra razón, no habían podido comprar durante la ajetreada semana  ya naranjas, jitomates, unos huacales de pollo para el caldo o refacciones para el boiler. Día de fiesta popular, paseo obligado para muchos, oportunidad de comercio para los más.
            Llegué, casi al final del mercado, a uno de los dos locales que desde hacía unos dos años se había instalado luego que el municipio trató, con su construcción y asignación por enésima vez, de reordenar al comercio ambulante. En él se ofrecían baratijas viejas y  dizque viejas de  las más disímbolas.
“Hantigüedades” -decía un letrero que lucía en la parte alta, mal escrito en letras amarillas desteñidas sobre una tabla de ocote vieja y cuarteada fijada a la pared con 3 clavos oxidados y torcidos -quizá para enfatizar, inconscientemente o subliminalmente como se estila, que lo que ahí se vendía era realmente viejo-.
            Nada podía estar más a tono con el negocio que su dueña: doña Tula  (realmente ella se llamaba Esperanza) como todos le decían- , una mujer de unos 75 años de edad, enjuta, algo encorvada, de pelo blanco mal peinado o despeinado para ser más justos. Tan activa que parecía tener menor edad. No paraba, y ya desde el banquillo desvencijado de madera que tenía fuera del negocio miraba “como no queriendo” a todo el que entraba a su negocio, lista siempre a darle el precio que consideraba justo por sus baratijas. Inquieta pasaba de un local al otro separados sólo por una pared. No perdía detalle de nada. Llevaba 30 años en el negocio –me confesó alguna vez- cuando su viejo la abandonó dejándola con seis hijos allá en el pueblo de Acatipla, Estado de Morelos y se juntó -luego, luego, por la necesidá –recalcaba, con un antigüero epiléptico que recorría los pueblos de la región en busca de cosas viejas para comerciar. Ella tuvo que sufrir “muncho” –decía con orgullo- para sacar de pobres a sus hijos y darles estudios. La vida para ella había sido marcada como la de otras muchas mujeres mexicanas nacidas en el campo y sin contacto con ofertas culturales: dura, llena de privaciones y trabajo de sol a sol. Nunca fue a la escuela pero aprendió los números y las letras poco a poco de Pancho, su nuevo viejo “piléptico” –decía, que había ya pasado a mejor vida –allá por el 1985, día del temblor de México- y que le dejó ello como herencia y, por supuesto, el amor por el valor comercial que tienen algunas cosas viejas.
            -Buenos días, doña Tula. ¿Cómo sigue? –inquirí sin mostrar un verdadero interés porque de lo contrario tendría que armarme de paciencia para escuchar, nuevamente, toda su patobiografía en retahíla salpicada de una y mil anécdotas intermedias. Desde su “desfuerzamiento” del brazo izquierdo secundario a una espina de maguey que le encajó a los 8 años de edad su prima Remigia en el patio de los gallos,  hasta la osteoporosis que le habían diagnosticado en León, Guanajuato,  cuando la sometieron a una  “quiensequé-metría”  carísima –como decía.
            Mal doctor -contestó sentada en su banquillo sin voltear a mirarme. Me recetaron unas inyecciones “muin” caras para la “osporosis”.
            De súbito, se incorporó ágilmente tan pronto una señora que cargaba un niño chillón y con el espacio entre nariz y labio superior lleno de mocos resecos le preguntó: ¿cuánto por la “basculita” ésta? –dijo señalando una desvencijada e inútil báscula de platillos de latón.

            Setenta y cinco pesos –contestó casi de inmediato y añadiendo: -es marca “Jiménez”, no tiene una pata, pero está güena dijo doña Tula levantándola y quitándole el polvo con un fuerte soplido.