miércoles, 1 de febrero de 2012

De la diatriba y el sarcasmo


EL CIENTÍFICO,
SEGÚN GIOVANNI PAPINI*

© DR. Xavier A. López y de la Peña


La agudeza y penetración de las ideas de Giovanni Papini (1881-1956), cargadas de un sarcasmo sutil que hunde como un puñal filoso en los asuntos que analiza, no deja fuera a los científicos desde la perspectiva del eterno conflicto sobre la materia y el espíritu, como tampoco dejó a los filósofos, desde la óptica de la filosofía, como a Manuel Kant, Jorge Hegel, Augusto Comte, Arturo Schopenhauer y Federico Nietzsche.
De Kant -nada más como ejemplo-, dijo que no estaba seguro de que fuera un gran filósofo, ni siquiera que fuera siempre filósofo y le cataloga, simple y llanamente, como un burgués honrado y ordenado en la que toda su filosofía se remite a éstos tres adjetivos y, fuera de ella es un perfecto filisteo que por la noche bebe cerveza con negociantes, riendo de las historias de la jornada, y calculando cuántas onzas debe comer y cuántos minutos debe pasear. Alguien que se refiere al arte sin haber conocido jamás las obras de Shakespeare, que nunca ha visitado una galería de cuadros y que prefiere la música generada por una banda militar por sobre cualquier otra. Enseñó geografía y nunca salió de Koenisberg más allá de diez millas a la redonda; habla de los sentimientos y nunca quiso tener relación alguna con sus hermanas pobres. Kant negó lo que existía, descubrió lo que no era, y dio al a priori lo que es del lenguaje; no podía comenzar peor su Crítica de la razón pura en la que, queriendo aclarar las cosa ha iniciado con no verlas y enredarlas por completo.
Sobre el científico, ya para entrar en materia, lanza el primer dardo diciendo en su exposición del 14 de agosto de 1928, que es un parricida que, en lugar de honrar a su padre legítimo -el Mago- lo escarnece y jacta de haberle dado muerte.
El científico y el mago creen en la sucesión de los fenómenos y se valen de asociaciones de ideas por semejanza y por contigüidad. Ninguno de ellos cree en las intervenciones personales en el decurso de la naturaleza y no echan mano de las divinidades para dominarla. La diferencia entre ellos radica en que, mientras el mago inexperto confía en apreciaciones erróneas y analogías ilusorias, el científico con paciencia llega a observar sucesiones reales y ello le da la posibilidad de hacer eficaces previsiones. Por esto, el científico carece del derecho de matar a su progenitor brujo de quien ha heredado lo esencial y no pocos rasgos de su fisonomía.
El científico también es un Deicida ya que la ciencia desde su inicio busca desconocer a los dioses y expulsar los espíritus dejándola sin misterios ni milagros. Dios es una fábula fabricada en la noche de la ignorancia, una hipótesis innecesaria que no vive sino en las pálidas almas de las santurronas analfabetas.
Como Deicida, el científico adula en el hombre su propia soberbia y le ofrece el dominio. Volar como los pájaros y dominar a la naturaleza; saborear la victoria y omnipotencia en el espacio por medio de la tecnología; detener y hacer retroceder aún a la muerte con elíxires e injertos glandulares en la idea de la inmortalidad y, en cierto orden de hechos, con el don de la profecía matemática.
Imagina conocer la realidad sin saber que sólo conoce una pequeña parte, la materia mensurable. En por tanto un mensurador, un agrimensor, un metro ambulante encargado de hacer un inventario y catastro del universo tangible por mediación de aparatos del que, no obstante, escapa el conocimiento del infinito profundo y complejo del espíritu.
Pretende llegar a la verdad pero confiesa más su amor por la búsqueda que llegar a la verdad misma a la que, en el fondo no cree llegar a conquistar y, si lo lograra, sería su fin. Su búsqueda aún en las ciencias aparentemente más desinteresadas es hacia la utilidad, la comodidad, la aplicación práctica, el imperio. Su necesidad es servir a la vida más que para revelar el ser. Cree en el determinismo universal pero es refutado por la libertad atestiguada por el espíritu y por el milagro certificado por la fe.
El científico se enorgullece de haber contribuido a disminuir la carga física y la infelicidad de los hombres, y con su contribución en la industria no ha hecho sino multiplicar las necesidades y, consecuentemente, el trabajo y la esclavitud, aumentando con su carga de conocimientos inútiles y una vida más insaciable, el peso de nuestros dolores. Pretende reemplazar al sacerdote y no logra, sin embargo, dar respuesta a las interrogantes apremiantes del ser humano como su destino y la muerte por efecto de su servidumbre a la materia y al cuerpo.
Reconoce en el científico su saber -aunque poco- sobre la materia, como si mirase al mundo desde afuera reduciéndolo a cantidades y números o símbolos, pero no desde adentro, no su alma. Los primeros paso de la ciencia se orientaron a las matemáticas, la física y la astronomía que lo llevaron indefectiblemente por el camino de la materia condenándola y restringiéndola entre los márgenes de la espacialidad.
El científico al cuantificar el universo, a la materia, no hace sino reducirla a leyes necesarias para fijar previsiones y éstas, a su vez, mecanizarlas para dominar a la naturaleza. Ello le hace un servidor de las necesidades del cuerpo y de la utilidad social.
A esto debe su poder actual, sus inhumanos derechos y la admiración de semidoctos e ignorantes. No es admirado por su búsqueda de la verdad sino por los resultados útiles de sus afanes. Si los científicos no consiguen darle a los hombres las satisfacciones materiales que a ellos les parezcan valiosas, serían tratados como parásitos insoportables, peor que a los poetas que, cuando menos a veces nos hacen pasar agradablemente el tiempo.
La admiración hacia la ciencia no proviene de una verdadera y sincera gratitud hacia los esfuerzos inhumanos de los neo-Magos, sino de un inconsciente cálculo del egoísmo universal.
Y termina diciendo: Se aproxima el tiempo en que serán condenados los pecados de este usurpador de la sapiencia divina. Los oculistas, nietos de los Magos, vuelven atrevidamente para vengarse del Parricida; la religión, que se fortalece después de las desilusionantes experiencias satánicas, pondrá en su lugar al Deicida, y los hombres, desengañados por las promesas jamás mantenidas, y diezmados por las catástrofes de las que la ciencia también es responsable, abandonarán al Tentador y a sus lisonjas.

El florentino Giovanni Papini fue, ciertamente, un irredento irreverente; un hombre prisionero de sí mismo, mordaz e insatisfecho con la vida que transitó empuñando la ironía para, con su literario retruécano, denostar y desfigurar sagaz, aunque falsariamente el pensamiento ajeno.
Transitó en su existencia del escepticismo al más ferviente catolicismo. De fascista y antisemita a refugiado en el convento franciscano de Verna tras la caída de su amigo, el Duce, Benito Mussolini.
Enojoso escritor en la época de nuestros abuelos que entretejió sus palabras contra el stablishment al entrevistarse Gog (apócope de su imaginario personaje, el hawaiano Goggins; Libro publicado en 1931) con algunos personajes, entre otros, con Mahatma Gandhi, al que tildó como el menos indio de todos los humanos, motivo por el cual se ha convertido en guía de los indios; con Sigmund Freud, a quien se refirió como ser un poeta y novelista bajo el aspecto de un hombre de ciencia; literato por instinto y médico por la fuerza, que tuvo la ilusión de transformar a la psiquiatría -rama de la medicina-, en literatura.
Él mismo catalogó a su obra (Gog) como un monstruo que reflejaba ciertas tendencias modernas de su época, una expresión grotesca que permite una mejor percepción de las enfermedades secretas o espirituales de la civilización actual.
El pensamiento de Giovanni Papini plasmado en sus obras, podremos sufrirlo o gozarlo, pero no podremos apartarlo de nuestra memoria al mostrarnos otro punto de vista, apenas en un controvertido atisbo, de lo que en la historia de las ideas el ser humano a generado.