DÍA DE LA RAZA
© DR. Xavier A. López y de la Peña
¿De dónde proviene, Arjuna, en estos instantes críticos,
ese torpe desaliento, indigno de un hombre de noble raza;
esa cobardía que cubre de ignominia y cierra las puertas del cielo?
Palabras de Krishna.
Canto II de El Bhagavad Gita. Siglo III a.C.
La humanidad es única y desde tiempos inmemoriales se han establecido “diferencias” raciales basados en su apariencia, costumbres, color de piel, lugar de origen, posesiones, capacidades, etc.
Mucha tinta se ha usado sobre el análisis y discusión del asunto y ya la Conferencia de antropólogos físicos y genetistas convocada por la UNESCO en 1952 emitía -entre otras- la siguiente conclusión:
“Los datos y los conocimientos científicos de que se dispone sobre esta materia [la raza]no constituyen una base que nos permita afirmar que los grupos que integran la humanidad difieren entre sí en su innata capacidad de desarrollo intelectual y emocional.”
No es la naturaleza -señalamos de forma sobresaliente- sino la sociedad, la que ha pretendido dar un sitio diferente a la humanidad, clasificándolos en superiores o inferiores para -¡entiéndase bien!- justificar y racionalizar de alguna manera, la tendencia a la explotación y sometimiento de sus congéneres.
Hesíodo (ca. 700 a.C.) el poeta épico ateniense ya nos regalaba en su poema Los trabajos y los días, la ideología mitológica de la creación con su diferenciación en razas -con grandes diferencias entre ellas, por supuesto- y referidas a las cualidades variantes de los metales diciendo que: de Oro fue la primera raza de hombres perecederos creada por los Inmortales, que eran a su vez moradores de las mansiones olímpicas. Existían en tiempos de Corno, cuando este reinaba en el cielo. Igual que dioses vivían, con el corazón libre de cuidados, lejos y a salvo de penas y aflicción. Una vez desaparecidos se convirtieron en los Genios buenos, guardianes de los mortales.
La segunda raza, inferior a la primera fue la de Plata. De dilatada infancia -cien años- crecía entre juegos y, al llegar a la adolescencia, su vida duraba poco tiempo y sufrían dolores por sus locuras. No sabían abstenerse de recíproca insolencia arrebatada. No querían servir a los inmortales, ni ofrecer sacrificios por lo que Zeus Cronión los sepultó furioso al negarse a dar honores a las deidades. Zeus luego creó la tercera raza de hombres mortales, la de Bronce. Se ocupaban en las obras luctuosas de Ares y en las osadías. No comían pan; de duro acero tenían implacable corazón, e inspiraban miedo. Eran de bronce sus armas y murieron por sus propios brazos llegando a la pútrida mansión del escalofriante Hades, privados de nombre.
Luego Zeus -también-, creó una cuarta raza, más justa y más valiente, la raza divina de los Héroes, que llaman Semidioses, la generación que nos precedió en la infinita tierra.
En el México prehispánico, y particularmente en la mitología náhuatl se encuentran interpretaciones generacionales en cuanto a la creación, marcado en Eras o Soles en las que resaltan asimismo las diferencias. El primer mundo, Era o Sol, fue llamado el Sol de Noche o Sol de Tierra que estaba simbolizado por el totémico tigre y que constituía el reino de la materia obscura, sin esperanza de redención del que nadie pudo salvarse. Fue una generación primigenia perdida.
El segundo Sol o la segunda Era estuvo presidido por Quetzalcóatl -la serpiente emplumada- como dios del Viento. Dios del Aire o del espíritu puro, predestinado a la reencarnación o el retorno como amargamente llegaría a reconocer el emperador Moctezuma cuando Hernán Cortés merodeaba por el Golfo de México, y cuyos habitantes eran convertidos en monos.
El tercer Sol fue el Sol de Lluvia de Fuego que todo lo asoló y del que sólo los pájaros lograron sobrevivir. El Sol del Agua le siguió en el cuarto lugar y es de él de donde surgen los peces.
En último lugar, el quinto Sol, el Sol del Movimiento (Naollin -cuatro movimiento-) es el sol de nosotros, de los que hoy vivimos. El Sol del Quetzalcóatl que retorna.
El arriba y abajo como referentes sociales que adjetivan calidad, tienen como símbolos correspondientes al sol y la tierra, lo blanco y lo negro.
El descubrimiento de América hizo que se llamaran “indios” en general a los nativos de América por un error de Cristóbal Colón, independientemente de sus enormes “diferencias” como lo demuestran los adjetivos con los que se refería a ellos, como el del caribe siempre fiero, belicoso y antropófago; el otomí ancestral que habitaba cuevas; el salvaje jíbaro; el uro, del que se decía que era más pez que hombre; el constructor maya y el orfebre chibcha; el legislador incaica y el ceramista yunga; el tejedor coya; el guerrero azteca guiado por Huitzilopochtli -el colibrí zurdo- en la búsqueda de corazones que ofrendar y el canibalesco chiriguano; los indómitos diaguitas y araucanos; el huidizo y tímido jurí; el nómada lule y los feraces chichimecas; el sedentario comechingón y el fiero guaraní. Todos ellos diferentes en colores de la piel, teogonías, destrezas, lenguas, costumbres y ambientes de desarrollo.
Gonzalo Fernández de Oviedo hacía referencia a que los “indios” eran -marcaje o etiquetamiento social- “naturalmente vagos y viciosos, melancólicos, cobardes y, en general gente embustera y holgazana. Sus matrimonios no son sacramento -sigue marcando- sino un sacrilegio. Son idólatras, libidinosos y sodomitas. Su principal deseo es comer, beber, adorar a los ídolos paganos y cometer obscenidades bestiales”.
Errores magníficos para “someter a los otros”, como la tristemente célebre Notificación y requerimiento que se ha de hacer a los moradores de las islas e tierra firme del mar océano que aún no están sujetos a Nuestro Señor, del jurisconsulto español Juan López de Palacios Rubios (1524) en la que demandaba el reconocimiento “a la Iglesia por señora y superiora del universo mundo y al Sumo Pontífice llamado Papa, ... y al rey y la reina nuestros señores, ... como a superiores e señores y reyes desas islas y tierra firme. [...] Si así lo hiciéredes, haréis bien, ... Si no lo hiciéredes, ... con la ayuda de Dios, yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré la guerra por todas las partes y maneras que yo pudiere, y vos sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y Sus Altezas, y tomaré vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré dellos como Su Alteza mandare, y vos tomaré vuestros bienes, y vos haré todos los males que pudiere, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor, y le resisten y contradicen, y protesto que las muertes y daños que dello se recrecieren sean a vuestra culpa y no de Su Alteza ni la mía, ni destos caballeros que conmigo vinieren....”
La mezcla de sangres entre europeos y americanos llevó a establecer ciertas clasificaciones de cruzamientos en México, que dieron paso a la nominación y ulterior diferenciación en clases sociales por el color de la piel en la llamada “pigmentocracia” reinante hasta finales del dominio español, en Hispanoamérica como a continuación se señala:
RAZA A + RAZA B = RAZA C
Español + Indio: Mestizo.
Español + Mestizo: Castizo.
Español + Castizo: Española.
Español + Negro: Mulato.
Español + Mulato: Morisco.
Español + Morisco: Albino.
Español + Albino: Torna atrás.
Torna atrás + Indio: Lobo.
Lobo + Indio: Sambayo.
Sambayo + Indio: Cambujo.
Cambujo + Mulato: Albarazado.
Albarazado + Mulato: Barcino.
Barcino + Indio: Coyote.
Coyote + Mulato: Chamiso.
Las clases sociales establecidas en esa época eran, de mayor a menor jerarquía: 1) La de los españoles peninsulares y canarios que ocupaban la cúspide de la escala social y de la alta administración; 2) Los españoles americanos o criollos conformados generalmente por terratenientes, comerciantes e intelectuales; 3) La de individuos de “raza” mezclada como mestizos, mulatos y otros, estaban conformados por pequeños comerciantes, empleados subalternos y la milicia; 4) Indios dedicados a los trabajos agrícolas y mineros y, 5) La de los negros que conformaban la servidumbre y esclavitud.
Colores de piel, diversidad categórica de la raza. Ahora bien podríamos preguntarnos como hace José Antonio Rial: ¿Hay una raza hispanoamericana?
No; pero hay unos países llamados así -si es que no prefieren ser llamados latinoamericanos o indoamericanos-, y estos pueblos, que hablan un solo idioma, el español, y tienen una sola fe, la católica y dos tradiciones, la de sus aborígenes y la española, con la cual les llegó el aporte de toda Europa y parte de Asia y África, para España, que no entiende de colores de piel, son una raza porque implican unidad de lengua, creencias, costumbres, etc.
Llamar a esto raza, es como llamar a España, España, y no establecer diferencias entre un andaluz, un marroquí, un vasco, un gallego o de un judío mallorquín, que también los hay, es lo que el hispano ha tratado de hacer siempre. El concepto de raza, entendido así, sirve para integrar, unir, acercar, en vez de servir para crear odio y distancias.
El historiador norteamericano, Lewis Hanke, hablando de la influencia de los conquistadores por “adoctrinar en su religión” a los sometidos, dijo que “ninguna nación europea, exceptuando posiblemente a Portugal, tomó tan en serio sus deberes cristianos hacia los pueblos indígenas como lo hizo España. Inglaterra, ciertamente no lo hizo, pues como dijo un predicador de Nueva Inglaterra: “los puritanos esperan a encontrar a los indios pequots en el cielo, pero quieren mantenerse apartados de ellos en el país”. ¡Hágase la voluntad de Dios, pero en la parcela de mi vecino!
El prejuicio que ocasionan las “diferencias” mantenidas a lo largo de las generaciones entre las personas nos llevan a recordar que Neftalí Ricardo Reyes Basoalto (1904-1973) mejor conocido como Pablo Neruda, recién llegado con carácter de diplomático a México se propuso elaborar una revista en la que pudiera dar a conocer a su patria, Chile. La revista que llevó por nombre Araucanía fue publicada al fin, y en su primer número se presentaba en la portada a una joven araucana de bella sonrisa. Su autor, lleno de orgullo por supuesto, hizo llegar por correo certificado algunos ejemplares de la misma dirigidos al Presidente, al Ministro y al Director Consular de su país. Pocas semanas después recibió la siguiente respuesta: “Cámbiele de título o suspéndala. No somos un país de indios”. Son órdenes de la Presidencia de la República, acotó el embajador chileno en México.
Diego Robles, un arquitecto peruano negro dijo en 1964 acerca de la discriminación racial en su país: “Aquí no hay discriminación...[..] A veces un negro se va a inscribir en una escuela y no encuentra plaza. No hay plaza para negros. La policía peruana discrimina: cree que los negros son, en general, delincuentes, y en la sierra muchos negros viven todavía como esclavos de las haciendas”.
En el asunto de la raza, España y América aún hoy divergen en sus apreciaciones precisamente en el llamado día de la raza que se celebra el 12 de octubre. Para los primeros relucen enormemente los recuerdos del capitán conquistador Hernán Cortés, de Francisco Pizarro o Jiménez de Quesada por citar sólo unos cuantos, en tanto que para los segundos, surgen egregias las figuras de el cura Miguel Hidalgo y Costilla, Simón Bolívar, la de Martí, Miranda o San Martín; los indígenas no se mencionan. Hay preferencias jerárquicas notables.
La categorización escalar en nuestro país, aún con el matiz de los tiempos modernos no deja de ser manifiesta y los indígenas siguen ocupando un lugar bajo. Como ejemplo tenemos que “el 83% de la población indígena de México vive en condiciones de ‘alta’ y ‘muy alta’ marginación, y abundan los asesinatos y desapariciones, al extremo de que tan sólo en el sexenio 1988-1994 se registraron 18,031 casos de violaciones a las garantías individuales en este grupo, como lo revelaron los defensores de los derechos humanos”.
Como nación, exaltamos a la mirada ajena, la de los extranjeros, nuestro monumental pasado nativo representado en los magníficos monumentos pétreos y gráficos que exhibimos en el Museo Nacional de Antropología e Historia, mientras que rechazamos y marginamos a nuestro compatriota nativo, cuya cultura es tan ajena a nuestra propia mirada.
El «Día de la Raza», 12 de octubre, es así un espejismo del multiculturalismo en México, repetido año con año a partir de 1928 en el que se estableció por iniciativa de José Vasconcelos dándole un significado de mestizaje y sincretismo cultural.