HABLAR Y HABLAR... PARA EMBAUCAR.
© DR Xavier A. López y de la Peña
En todas las sociedades y en todos los tiempos ha habido gente que, gracias a sus dotes de oratoria, retórica y algo o mucha capacidad histriónica tienen la habilidad de hacer creer a la gente, con fines de lucro por supuesto, de que lo que dicen es cierto -a sabiendas de que están errados-: los “merolicos” o charlatanes.
La palabra “merolico”, tan usada en nuestro lenguaje actual, viene de la deformación del apellido que la sociedad hizo de un judío originario de Polonia -otros le dan un origen alemán- llamado Raphael Juan de Meraulyock, quien se asentó ostentándose como dentista en México por allá del 1879. La ciudad contaba entonces con unos 25 de estos profesionales y, aunque el Dr. José Sanfilippo B refiere que no hay expediente de este personaje “ni en el Archivo Histórico de la Escuela de Medicina de la UNAM, ni en el de la Secretaría de Salud”, aunque mas adelante anota que si presentó examen de dentista -no de médico- el lunes 29 de septiembre de 1879 del que fue aprobado por unanimidad, después de que se le hubo leído el “catecismo”.
Se ocupaba, como él mismo se hacía anunciar a través de los diarios y con grandes carteles coloreados y con su propio retrato en varios puntos de la ciudad, de atender todo tipo de males e invitaba al público de la capital a acudir a consulta en una habitación muy ostentosa que alquilaba en el Hotel Iturbide (sito en la calle de San Francisco) en donde se “comprometía a ejecutar los siguientes trabajos de cirujía clásica. [A las personas de ambos sexos que tengan el defecto o deformidad natural de tener los ojos chicos [les ofrece operarlos cortando hábilmente los músculos y epidermis de los orbiculares sin que por ésta célebre y magnífica operación cause el más mínimo dolor” y también -sigue anunciando-, “sacará con diestra y hábil mano toda clase de lobanillos y tumores de cualquier parte del cuerpo, así como trabajos de cirujía ordinaria [como curaciones de heridas, roturas, quemaduras, dislocaciones, garantizando el buen éxito y perfección de todas estas operaciones, [cobrando precios convencionales”.
Seguramente su acento extranjero fascinaba a los oyentes y le daban, porqué no, cierto aire de aristócrata sapiencia entre su auditorio, ávido de encontrar alivio a sus problemas de salud.
Diariamente y puntualmente a media mañana, se dice que salía del Hotel Iturbide para abordar un carruaje tirado por briosos y finos caballos, vistiendo impecablemente con uniformes de vivos colores y el pecho engalanado con múltiples medallas; haciéndose seguir por una banda musical que, en tono festivo y en medio de una gran y estruendosa algarabía recorría las principales calles de la ciudad hasta llegar a el Zócalo u otras plazas principales donde se instalaba y empezaba a hablar y hablar... hasta embaucar a la gente en la compra de sus productos: bálsamos como aquél “bálsamo milagroso vegetal para todas las enfermedades” que, analizado posteriormente en los laboratorios de química de la Escuela Nacional Preparatoria demostró que contenía alcohol, alcanfor, goma arábiga, esencia de clavo y fuschina; ungüentos y polvos como la “Esmaltelina”, “¡polvo vegetal para restaurar las muelas y dientes, boca y encías, la mejor y única preparación para el esmalte al precio de un peso!”
Meraulyock fue sin duda alguna un personaje célebre en su época. Se dice que las extracciones dentales “sin dolor” que realizaba las hacía sujetando al doliente a una silla colocada encima de un tablado a la vista del público que se arremolinaba para ver tan aparatoso y anunciado suceso. Atrás de este escenario, la banda entonaba alguna suave melodía que iba subiendo de tono en sus acordes al tiempo que Meraulyock hacía presa de la pieza dental afectada con unas pinzas. Sigilosamente un ayudante se colocaba a un lado del enfermo llevando una pistola en la mano cargada con una salva y.... al momento de ejecutar la rápida y hábil extracción, se escuchaba de súbito el estrépito del disparo del revólver y la banda tocando estruendosamente que, unidos al susto y asombro del enfermo, hacían que este “no tuviese tiempo de quejarse e incluso de sentir dolor”. El procedimiento -como anunciaba puntualmente- era cobrado a “precios convencionales”.
Fama tuvieron muchos otros “curanderos, charlatanes y merolicos” antes y después de Meraulyock a pesar de los esfuerzos del Protomedicato en aquellos tiempos por contrarrestarlos. Inclusive en el año de 1700 había un grupo de religiosos conocidos como los “padres hospitalarios” que “por sí y ante sí se declararon competentes para curar” . La prestigiada Gaceta de México se hizo cargo de escribir algunas notas en relación a una célebre curandera también, Doña Lugarda Pérez allá por el siglo XVII.
En el siglo XVIII hizo aparición notable una persona conocida como “El Beato” originaria de Pátzcuaro, Mich. quien “daba” a sus pacientes un maravilloso y curativo brebaje compuesto de “raíz de maguey cocida en pulque, raíz de begonia, rosa de Castilla y carne de víbora entre otras cosas”. Tanta fama e influencia tuvo este curandero que -decía el escritor José de J. Núñez y Domínguez en 1934- “su procedimiento para curar a los sifilíticos fue adoptado por el mismísimo Dr. Francisco Javier Balmis, introductor de la vacuna en México, y que obtuvo también ciertas prerrogativas de parte del Arzobispo Núñez de Haro para hacer algunas demostraciones de sus procedimientos.”
El célebre Dr. Bartolache decía en 1772 que a “las personas que repugnaría un medicamento prescrito por un médico docto, toman los brebajes más absurdos y desatinados si se los ordenan los curanderos”.
“A la caída del llamado Imperio -refiere el historiador Francisco Flores en su Historia de la Medicina en México- tuvimos al conde Ulises de Seguir, llamado el tentón, quien, prosélito de Eduardo el Confesor que se dice fue el primero que allá en remotos tiempos ejerció el arte de curar por simples tocamientos, especulaba con admiración de nuestro pueblo, con esa práctica del onceno siglo, curando, y esto pudo ser posible con sólo tocar a los enfermos”, y -sigue diciendo- “alguna vez tuvimos también a un individuo que curaba palpando a los enfermos con las manos untadas de saliva”.
Hace apenas 70 años en nuestro país, un médico reflexionaba sobre el asunto de la siguiente manera:
“Aún le quedan a nuestro pueblo restos del fanatismo científico y de la credulidad de pasadas épocas y aun buscan la causa de sus curaciones en lo maravilloso y sobrenatural. No es raro todavía, por lo mismo, verle aplicar estampas de santos o sus cenizas para combatir ciertos dolores; guardar con gran veneración pedazos de piel de venado para curarse las neuralgias; cubrir de obleas el vientre de sus mujeres para contenerles las metrorragias; ponerles rosarios de limones y darles cigarrillos de alcanfor a sus deudos para precaverlos del tifo cuando van a visitar a estos enfermos, y aún será fácil encontrar en las gentes humildes del campo, individuos llevando en el cuello sartas de los huevecillos que ciertas mariposas depositan en los magueyes mansos, dizque para curarse del bocio que padecen”.
Hoy, sigue el curanderismo haciendo presa del necesitado real o imaginario, llenándole las orejas con pequeños parches de esparadrapo, tan visibles -curiosamente no son de color “carne”- como los conocidos y nacionalistas “chiqueadores” de nopal pegados a las sienes que en otros tiempos también se usaban como “curativos”, o “extrayendo el ‘poder’ farmacológico de una medicamento alopático para depositarlo -mediante un procedimiento que desconozco- en unos gránulos azucarados”, entre otras muchas prácticas.