Sobre mirar al cielo y la
primavera.
DR Xavier A. López y de la Peña
Hace millones de años el ancestro del ser humano formaba una unidad con la naturaleza y se sometía a ella como todos los demás seres vivos. Poseedor de un cuerpo físico en el que variados elementos básicos de la materia primigenia -polvo de estrellas- como el carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre, entre otros, se entremezclaron de cierta manera en su composición y le hacían capaz de moverse, alimentarse y reproducirse.
Todo ello cambió después cuando hace más de seis millones de años ocurrió la «hominización», esto es, el evolutivo paso biológico del primate al hominino, una sub tribu de primates homínidos que se caracterizan por su postura erguida y la locomoción bípeda, rama de la que sólo hasta ahora sobrevive el Homo sapiens (nosotros).
Hombro con hombro en este proceso evolutivo físico se dio la evolución cultural que se transmite a las nuevas generaciones por vía no genética, entendiendo aquí como «cultura» al conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, tecnológico, en una época y grupo social determinado.
En el curso de esta evolución cultural el ser humano adquirió el control del fuego, paso trascendente al mejorar con la cocción de los alimentos la absorción de proteínas e hidrocarbonados de su dieta, de proporcionarse calor ante el inclemente tiempo, de protección contra sus depredadores y de incrementar sus labores durante la noche. Tuvo así su primer hogar.
Durante este prolongado tiempo evolutivo (según nuestra propia estimación del tiempo), el ser humano miraba y escudriñaba constantemente el cielo; reconoció el poder del sol e hizo conciencia del cambio de las estaciones y planificó sus actividades conforme estas variaciones cíclicas de la naturaleza.
Dada su capacidad intelectual legó sus conocimientos a su descendencia como lo prueba el hecho de que del Paleolítico superior (hace cerca de 35,000 años) proviene el llamado «hueso de Lebombo», que consiste en un peroné de babuino marcado con 29 muescas distintas, descubierto en la Cordillera Lebombo en Suazilandia, sugiriendo que el hueso podría haberse utilizado para marcar los días de un ciclo lunar o menstrual.
Hace más de 10,000 años surgió la agricultura de manera independiente en Mesopotamia y Egipto, Asia y Mesoamérica, así como también la domesticación de animales.
Fue entonces que la mirada al cielo se hizo más importante para decidir, según las diversas estaciones cuándo era el tiempo más propicio para sembrar y cosechar. Surgen entonces las primeras civilizaciones, como la Sumeria, que nos legara la escritura, la rueda, el carro y otras muchas allá por el año 3,000 a. de N. E.
El sol, generador y motor de la vida fue considerado entonces por los que miraban el cielo, como una deidad. De esta manera, entre los sumerios le llamaban Utu (Shamash, en acadio), el dios que se daba cuenta de todo lo que ocurría en la tierra y por tanto se le consideraba también: dios de la justicia.
El dios sol era conocido como Helios entre los griegos, Inti en la cultura inca, Xué entre los muiscas, Tonatiuh entre los aztecas, Ra entre los egipcios y con muchos otros nombres entre otras tantas culturas en el planeta.
Por lo tanto, desde las observaciones que antaño hacían los que miraban al cielo hasta nuestros días, la vida en el planeta en todos sus órdenes depende directa o indirectamente de la energía que nos provee el sol. Así también es el responsable de la circulación atmosférica, del clima y de las estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. Este cambio de estaciones se debe a la inclinación del eje de giro de la Tierra respecto al plano de su órbita alrededor del sol, no como popularmente se cree porque la órbita terrestre alrededor del sol sea un poco elíptica.
Dichas estaciones corresponden a la posición precisa de la órbita terrestre, opuestas dos a dos, y que reciben el nombre de equinoccios (del latín aequinoctium, noche igual) de primavera y otoño y solsticios (del latín solstitium, sol quieto) de invierno y verano.
El cambio cíclico de las estaciones marcaba todas las actividades vitales en el planeta y llegaron a relacionarse en gran medida con la salud y la enfermedad; así, Hipócrates de Cos, considerado el padre la medicina occidental estableció las siguientes sentencias relacionadas, particularmente, con la primavera:
Cuando el estío parece una primavera, disponte a ver en las fiebres sudores copiosos.
Las enfermedades en el otoño son muy agudas y graves en extremo; la primavera es muy saludable y poco mortífera.
Si el invierno es seco y dominan vientos del norte, y la primavera lluviosa con vientos de mediodía, habrá forzosamente en el estío fiebres agudas, oftalmías y disenterías, especialmente en las mujeres y en los hombres de temperamento húmedo.
Mas si el invierno es lluvioso y templado, y reinan vientos del sur, y la primavera seca y fatigada de vientos del norte, las mujeres a las cuales corresponde parir en ella, abortarán con el más leve motivo; o si llegan a parir, tendrán hijos tan endebles o enfermizos, que o bien morirán desde luego, o se criarán enclenques y valetudinarios. Las demás gentes padecerán disenterías y oftalmías secas, y los viejos, catarros que les quitarán la vida en breve tiempo.
En la primavera y entrada de verano, los niños y los próximos a la infancia gozan buena salud y están alegres. Los viejos en el estío y parte del otoño, y los de mediana edad en lo restante de la misma estación y en el invierno.
La primavera produce perturbaciones mentales, melancolías, epilepsias, flujos de sangre, anginas, corizas, ronqueras, toses, lepra, herpes, alfos, multitud de pústulas ulcerosas, tubérculos y dolores articulares.
La primavera (primer verdor) es también llamada la estación del renacimiento que para los pueblos de la antigüedad representaba tanto los poderes de la naturaleza, como su transformación y emergencia cíclica. Para ello baste recordar el mito griego del rapto de Perséfone:
El griego Homero (c. siglo VIII a. de N.E.) refería que durante un tiempo en el sureste de Europa reinaba permanentemente la primavera. Siempre verde y con flores y no había hambre. Esto se le debía a la cuarta esposa de Zeus, Démeter, quien era considerada la diosa de la fecundidad de los campos, de la Madre Tierra y del trigo que proporciona el pan.
De la unión de estos dioses nació Core, quien luego sería llamada Perséfone, una joven hermosa adorada por su madre y que solía disfrutar y jugar en un campo repleto de flores. Un día, pasó por allí el terrible Hades, dios de los infiernos que rige en el Tártaro o Mundo de los Muertos, quien se enamoró de Perséfone, raptándola y llevándola consigo a su territorio en el subsuelo.
Deméter salió entonces a la búsqueda de su hija llevando una antorcha en cada mano, durante nueve días y nueve noches. Al décimo día el Sol, que todo lo ve, se atrevió a confesarle quién se había llevado a su hija. Contrariada por esta ofensa, Démeter, decidió entonces dejar sus funciones y abandonar el Olimpo. Vivió y viajó por la tierra que estaba entonces desolada y sin ningún fruto ya que, privada de su mano fecunda, esta se secó y las plantas no crecieron más. Ante este desastre Zeus se vio obligado a intervenir pero no pudo devolverle la hija a su madre. Es que Perséfone ya había probado el fruto de los infiernos (la granada) y por eso le era imposible abandonar las profundidades y regresar al mundo de los vivos. Sin embargo, se pudo llegar a un acuerdo: una parte del año Perséfone lo pasaría con su esposo y, la otra parte, con su madre.
Es así que los hombres que miraban y miran al cielo de alguna manera han interpretado su propia relación con el universo dándole orden y sentido. La naturaleza es concebida entonces por el ser humano y transmitida a sus generaciones en forma de cultura, o quizá con más propiedad, en sus diversas formas de cultura, estableciendo y marcando su propio estilo de vida y generando el conocimiento de su “particular” mundo natural; planteando, regulando y ordenando su vida diaria como lo es con la agricultura, pesca, caza, alfarería, comercio, preparación de alimentos e intercambio de información, entre otras.
Así tenemos que en la mirada de la cultura occidental, el concepto de naturaleza es aceptada como una relación de control y dominación, sustentada en una visión mecanicista del universo que establece una separación entre pensamiento, naturaleza y sociedad; en tanto que en China y Japón -por citar sólo dos países- las relaciones con la naturaleza son interpretadas como de cercanía y armonía en la que el cosmos y la persona son una misma entidad, y desde la perspectiva de algunos grupos amerindios, se le acepta como relaciones de subordinación y respeto.
Bajo el estrellado cielo que miraba Nezahualcóyotl (“Coyote-Hambriento o que ayuna”), Tlatoani (erudito, poeta y arquitecto) de Tetzcuco (1431-1472) en el México antiguo, he aquí una de sus poesías que lleva por título Canto de primavera:
En la casa de las pinturas
Comienza a cantar,
Ensaya el canto,
Derrama flores,
Alegra el canto.
Resuena el canto,
Los cascabeles se hacen oír,
A ellos responden
Nuestras sonajas floridas.
Derrama flores,
Alegra el canto.
Sobre las flores canta
El hermoso faisán,
Su canto despliega
En el interior de las aguas.
A él responden
Variados pájaros rojos.
El hermoso pájaro rojo
Bellamente canta.
Libro de pinturas es tu corazón
Has venido a cantar,
Haces resonar tus tambores,
Tú eres el cantor.
En el interior de la casa de la primavera
Alegras a las gentes
Tú sólo repartes
Flores que embriagan
Flores preciosas.
Tú eres el cantor.
En el interior de la casa de la primavera,
Alegras a las gentes.
Finalmente, sea la forma en que los seres humanos miraban y miran al cielo, ya sea para predecir un eclipse, ofrecer un augurio, saber cuándo sembrar o cosechar, emitir una plegaria o solicitar un perdón, para buscar una nueva estrella o galaxia, para disfrutar de la vista de la aurora boreal o para inspirar un poema de amor a la luz de la luna en pleno, entre mil más, lo hacen con los pies sobre la tierra sabiéndose consciente o inconscientemente parte del universo, simplemente polvo de estrellas.