De visita en un tianguis lugareño.
Dr. Xavier A. López y de la Peña
Ensayo
literario
En medio del
bullicio típico dominguero del mercado público, mezclado con los olores a
fritangas, frutas, flores y –de vez en cuando- a humanidad, deambulaba a paso
calmo mirando con una mezcla de curiosidad y desenfado los diversos puestos con
mercancía varia.
La
gente alrededor deambulaba afanosamente por los improvisados pasillos a la
búsqueda de tornillos, aditamentos para el inodoro, una blusa, herramienta
usada, un compact disk o una
licuadora más o menos en buen estado. Otras más se detenían a comer unos tacos
de lechón con don Ramón; de birria o un sencillo cucurucho de papel repleto de
fruta fresca de la estación jugosamente espolvoreada con chile en polvo y sal.
El sol abrileño a las 11 de la
mañana ya caía a plomo y los improvisados toldos multicolores apenas aliviaban
el bochorno matinal adicionándole un efecto «invernadero» al paseo.
El
año pasado las lluvias habían escaseado -recordaba- y al tiempo relacionaba el
recuerdo con las necesarias lluvias para fecundar al campo y, de paso,
contribuir a limpiar los pasillos del mercado.
¡Pásele
a ver qué le gusta! ¡Pónga precio! -interrumpían las meditaciones que me hacía,
escuchándose aquí y allá la voz de los gritones marchantes.
No
lejos, desde un automóvil viejo y destartalado,
retapizado con jirones de tiempo, hablaba el típico merolico, el locuaz
inacabable con la boca llena de palabras que publicitaba sus mercaderías de la
herbolaria afanosamente como útiles.
Garantizado
patroncito –recalcaba.
Hablaba
y hablaba de los menjurjes contra el mal del pinto, la diarrea, los temblores,
la calentura o los granos rebeldes de la cara. Sobre éstos últimos decía con un
bien estudiado lenguaje: No deje que su
apariencia demerite ante los demás –argumentaba pomposamente, sin dejar de
hablar y sin un sólo error de dicción- y
cúrese definitivamente los granos seborreicos o acneiformes de su cara con el
tradicional ungüento del Tío Pancho que contiene, en su fórmula, los
ingredientes más reconocidos por la dermatología del mundo para restaurar la
piel maltratada por el sol, la tierra y la terrible contaminación que inflige,
junto con la radiación ultravioleta y los gérmenes del ambiente, serios daños a
la epidermis y la dermis adjunta. ¡Únteselo
por la mañana con un leve masaje, déjelo actuar unos 5 minutos y lávese con
jabón de pastilla! No encontrará algo mejor –decía y decía sin parar- y a sólo
1 pesito. ¡Llévese 3 por sólo el precio de 2 y haga feliz, regalándoselo, a su graniento vecino o a la
comadre concha! La amplificada voz del merolico brotaba inacabable por los
altavoces improvisados colocados sobre el multicolor techo de su automóvil que
mostraba tantos restos de colores que señalaban, cada uno de ellos en años y
décadas probablemente, el paso del tiempo en su estructura en símil con el de
los anillos que la naturaleza imprime en el tronco de los árboles. La voz del
merolico competía en volumen –avatares de la lucha sórdida comercial- con el
del puesto de enfrente que vendía, entre muchas, cintas pirata grabadas del grupo
norteño Tigres de Nuevo León y de la
popular Chacha Lona que, en ese
momento se reproducía y que a ritmo de salsa estridente brotaba por los baffles colocados a ambos lados del
changarro con una salida de 200 watts de potencia y acompañado por el rítmico
saltar de las luces multicolores desplegadas en la carátula del amplificador.
La estridencia superaba, con mucho, los decibeles permisibles para preservar la
capacidad auditiva al óptimo.
No faltaba tampoco el comerciante
agresivo que, en torno a su mercadería compuesta de artículos de ferretería de
origen chino o taiwanés pero con vistosos empaques multicolores y títulos en
inglés decía a los viandantes ¡Acérquese, no se raje! ¡Si no compra no mire,
deje turno al que puede! ¡Estoy aquí para vender, agarre lo que le guste y nos
arreglamos!
El mercado o tianguis dominguero con su barullo multicolor y festivo era el
centro de atracción comercial de la población con escasos recursos y para todos
aquellos que por una u otra razón, no habían podido comprar durante la
ajetreada semana ya naranjas, jitomates,
unos huacales de pollo para el caldo o refacciones para el boiler. Día de fiesta popular, paseo obligado para muchos,
oportunidad de comercio para los más.
Llegué, casi al final del mercado, a
uno de los dos locales que desde hacía unos dos años se había instalado luego
que el municipio trató, con su construcción y asignación por enésima vez, de
reordenar al comercio ambulante. En él se ofrecían baratijas viejas y dizque viejas de las más disímbolas.
“Hantigüedades”
-decía un letrero que lucía en la parte alta, mal escrito en letras amarillas
desteñidas sobre una tabla de ocote vieja y cuarteada fijada a la pared con 3
clavos oxidados y torcidos -quizá para enfatizar, inconscientemente o
subliminalmente como se estila, que lo que ahí se vendía era realmente viejo-.
Nada podía estar más a tono con el
negocio que su dueña: doña Tula
(realmente ella se llamaba Esperanza) como todos le decían- , una mujer
de unos 75 años de edad, enjuta, algo encorvada, de pelo blanco mal peinado o
despeinado para ser más justos. Tan activa que parecía tener menor edad. No
paraba, y ya desde el banquillo desvencijado de madera que tenía fuera del
negocio miraba “como no queriendo” a todo el que entraba a su negocio, lista siempre
a darle el precio que consideraba justo por sus baratijas. Inquieta pasaba de
un local al otro separados sólo por una pared. No perdía detalle de nada.
Llevaba 30 años en el negocio –me confesó alguna vez- cuando su viejo la
abandonó dejándola con seis hijos allá en el pueblo de Acatipla, Estado de
Morelos y se juntó -luego, luego, por la necesidá –recalcaba, con un antigüero
epiléptico que recorría los pueblos de la región en busca de cosas viejas para
comerciar. Ella tuvo que sufrir “muncho” –decía con orgullo- para sacar de
pobres a sus hijos y darles estudios. La vida para ella había sido marcada como
la de otras muchas mujeres mexicanas nacidas en el campo y sin contacto con
ofertas culturales: dura, llena de privaciones y trabajo de sol a sol. Nunca
fue a la escuela pero aprendió los números y las letras poco a poco de Pancho,
su nuevo viejo “piléptico” –decía, que había ya pasado a mejor vida –allá por
el 1985, día del temblor de México- y que le dejó ello como herencia y, por
supuesto, el amor por el valor comercial que tienen algunas cosas viejas.
-Buenos días, doña Tula. ¿Cómo
sigue? –inquirí sin mostrar un verdadero interés porque de lo contrario tendría
que armarme de paciencia para escuchar, nuevamente, toda su patobiografía en retahíla
salpicada de una y mil anécdotas intermedias. Desde su “desfuerzamiento” del
brazo izquierdo secundario a una espina de maguey que le encajó a los 8 años de
edad su prima Remigia en el patio de los gallos, hasta la osteoporosis que le habían
diagnosticado en León, Guanajuato,
cuando la sometieron a una
“quiensequé-metría” carísima
–como decía.
Mal doctor -contestó sentada en su
banquillo sin voltear a mirarme. Me recetaron unas inyecciones “muin” caras
para la “osporosis”.
De súbito, se incorporó ágilmente
tan pronto una señora que cargaba un niño chillón y con el espacio entre nariz
y labio superior lleno de mocos resecos le preguntó: ¿cuánto por la “basculita”
ésta? –dijo señalando una desvencijada e inútil báscula de platillos de latón.
Setenta y cinco pesos –contestó casi
de inmediato y añadiendo: -es marca “Jiménez”, no tiene una pata, pero está
güena dijo doña Tula levantándola y quitándole el polvo con un fuerte soplido.