“Hantiguedades”
6ª.
Parte. El Solaris.
Hace
unos días y luego de varias llamadas telefónicas, logré contactar a la señorita
María de la Luz Portugal Santacruz, nieta del doctor Abelardo Portugal y de la
señora María Engracia Pedrero, hija a su vez del señor Abelardo Portugal
Pedrero y de doña Edelmina Santacruz, ambos ya fallecidos, para hacerle una
entrevista.
El motivo de contactarla se
relaciona con el hallazgo de las anotaciones alfa numéricas manuscritas
halladas en unas hojas de papel de tamaño carta, consideradas como un probable
mensaje encriptado, encontradas en una caja metálica que pertenecía al propio Dr.
Abelardo Portugal y que despertara una gran atención por parte del eminente
criptólogo suizo, Dormnstand Echke y del físico y matemático francés Apollinaire
Clemenceau cuando di a conocer este hallazgo en mi blog hace unos meses.
La señorita Portugal gentilmente
aceptó entrevistarse conmigo y, aún más, me sugirió que fuésemos a la casa de
campo que fuera de su abuelo y que llamaban “El Solaris”, en donde aún había
algunas pertenencias del mismo.
Lleno de entusiasmo, abordé mi Honda
92 temprano en la mañana y me dirigí al domicilio de la señorita Pedrero
ubicado en la calle Centenario número 215.
La señorita María de la Luz Portugal
o “Luchita”, como le llamaban cariñosamente, abordó trabajosamente el automóvil,
dados sus ochenta años de edad. Padecía una severa artritis reumatoide y sus
manos deformadas cubitalmente mostraban los estragos que en general, afectaban
a su cuerpo. De silueta fina y delicada, poseía un cutis blaquísimo lleno ya de
las múltiples cuarteaduras que acarrea el tiempo. Vestía siempre de negro o,
más precisamente, desde la muerte de su madre Doña Edelmira Santacruz, víctima
de una apoplejía ocurrida cuando ella terminaba sus estudios en la Normal del
Estado en 1949.
Su padre, Abelardo Portugal Pedrero,
había partido a Dakota del Sur, EUA en 1950 para tratar un asunto de
compra-venta de ganado y nunca ya se supo nada de más de él; pareció habérselo
tragado la tierra y ningún esfuerzo con autoridades tanto civiles como
militares a ambos lados de la frontera fructificaron para saberlo vivo o
muerto. Desde esta fecha, huérfana de padre y madre dedicó ininterrumpidamente
su vida a la docencia en el Ateneo Pedro de Gante hasta su retiro en 1996.
Tomamos la carretera que lleva a
Calvillo al poniente de la ciudad y en el kilómetro 26+300 dimos vuelta a la
izquierda por un camino empedrado. Tras cruzar una fuerte reja de hierro
forjado enmarcada con una garigoleada arcada de herrería con unos angelitos
rematando el arco, y a manera de leyenda las palabras: Deus Gratia AP Pacem
Solaris, seguimos por un camino flanqueado por viejos encinos hasta llegar
a una vieja casona con graves muros de piedra y en un estado lamentable de
abandono. La hierba cubría buena parte de los espacios antes verdes y florados.
La madera de puertas y ventanas mostraba inevitablemente los estragos del
tiempo y la polilla.
-Hace 12 años que no venía al Solaris
-señalaba Luchita con la voz ligeramente entrecortada por la emoción-.
-Los fuertes herrajes de puertas y
ventanas -añadió en seguida- han evitado de alguna manera que también las cosas
que conservamos dentro sean saqueadas. Hoy ya casi nada escapa al vandalismo
doctor. Mi abuelo terminó el Solaris cerca del año novecientos y entonces
solamente se podía llegar aquí a caballo. Él quería para su familia un lugar de
descanso lejos y a la vez cercano a su ciudad. El Solaris contaba con una
extensión de 12 hectáreas; todo cercado con una hermosa y serpenteante barda de
piedra de un metro veinte centímetros de altura, el material más abundante en
la zona, fuera de la madera recia de sus grandes encinares, y tenía un bien
cuidado huerto con frutales: durazno, membrillo y brevas.
-Solía venir aquí con frecuencia
desde niña y hasta mi ingreso a la Normal del Estado con mi padre Abelardo Jr.
y mi ma Ede.
-Mi madre se ocupaba, hasta su
muerte, de que Jacinto el jardinero, mantuviera a raya la hierba, cuidara de
los frutales y aseara y cuidara la casa. Luego fui yo la única encargada de
hacerlo. Jacinto vivía a un lado del Solaris, en el solis como le
llamábamos todos a un cuarto anexo a la casa y que contaba además con baño y
cocina pequeños y rústicos. Jacinto nació y vivió solo con la compañía de
nosotros. Nunca se supo de donde vino y, por supuesto, nada de su familia. Era
sordomudo y analfabeta a más de tener cierto grado de retraso mental que le
impedía distinguir algo más allá del Solaris o de nuestra familia. Todo se lo
comunicábamos a señas. Jacinto llegó –o se apersonó para ser más justos- en el Solaris
en 1900 siendo un niño de unos 7 u 8 años de edad–me contaba mi mamá- y murió
en 1965 de un derrame cerebral probablemente con 72 a 75 años de edad. Murió como
llegó: solo, en el solis del Solaris.
Desde entonces nadie se ocupó más del Solaris.
La señorita Luchita sacó de entre
sus ropas un manojo de llaves y trabajosamente intentó abrir los candados de
las cadenas que cerraban la reja de acceso al Solaris.
Me ofrecí a ayudarle asiendo al
mismo tiempo una de las cadenas, sin embargo, ella muy gentil pero firmemente
rehusó la ayuda.
-Gracias, pero aún puedo y debo
hacerlo yo misma –contestó-, demostrando con ello un carácter decidido y fuerte
heredado de su abuelo y de su madre.
-El Solaris ha sido Portugal desde
su apertura y sólo un Portugal puede abrirlo y cerrarlo –añadió seguidamente y
completó: espero que no me tome a mal este ritual de familia.
No contesté.
Una vez abierta la reja, con otra
llave abrió la vieja puerta de madera no sin algo de trabajo, y nos abrió paso.
No había por supuesto luz eléctrica
y en seguida Luchita empezó a abrir los oscuros de las ventanas y poco a poco
se iluminó la casa.
La vieja casa estaba prácticamente
vacía. La señorita Luchita había vendido casi todo el mobiliario, la vajilla de
barro de Michoacán, la fina mantelería “deshilada” propia de los artífices de
la región y el reloj de péndulo de manufactura checoeslovaca traído desde París
vía Veracruz, a unos nuevos ricos de apellido Gómez venidos de Guadalajara y
asentados en Rincón de Romos con intención de dedicarse al cultivo y
comercialización de ajo.
También había vendido –si mal no
recuerdo, acotó-, un lote de libros de medicina en francés y de otros varios
temas, algunos cuadros y seis lámparas de pedestal junto con una consola Packard
Bell y discos varios a un Licenciado Barrera allá por el año de 1965,
recientemente muerto Jacinto.
-Los cuadros de la familia y alguno
que otro espejo me los llevé a mi casa –comento Luchita- mientras íbamos de una
a otra pieza.
Todo estaba polvoso y con un fuerte olor
a encierro.
En la amplia cocina cubierta con
colorido mosaico de talavera quedaban algunos cacharros viejos encima del
brasero. La estantería de madera estaba fuertemente atacada por la polilla y
despedía una mezcla de aromas a “viejo” indescriptibles de alguna otra manera.
Las tres recámaras tenían aún sus
camas sin colchón, burós y sus amplios roperos. La recámara principal tenía
además un chiffonnière y dos grandes baúles. Uno de ellos estaba vacío,
y en el otro al tiempo que lo abría Luchita y decía- aquí conservo algunos de
los recuerdos de mi abuelo más cercanos a él.
Lentamente y casi con veneración
sacó unas revistas del Bulletin général thérapeuitique de 1889 al que su
abuelo estaba suscrito.
-Mi abuelo dominaba muy bien el francés
–dijo Luchita emocionada al referirse a su abuelo.
-Aunque de hecho sólo le conocí al
través de las vehementes y sabrosas pláticas de mis padres y seguramente de él
me viene el gusto por la lengua y cultura francesas.
-Fue un hombre generoso, sabio y de
buenas costumbres y maneras. Un médico de familia que atendía tanto los
problemas de salud de cada uno de ellos, como que intervenía con su guía y
consejo en uno y mil asuntos más.
-Algo muy diferente a lo de hoy
–añadió en tono nostálgico.
Sacó después seis libros: Thérapeutique
Médicale D’urgence de Edgar Hirtz y
Clément Simon, publicado por Octave Dion (Éditeur) en París, 1900; Précis
de Pathologie Genérale del Dr. Libert, París 1882; un par de botas federicas de montar, un pardessus
negro en buen estado de conservación, una fotografía de su abuelo enmarcada en
fino marco de cedro rojo finamente labrado tomada cerca del año en que se
recibió de médico en Guadalajara y otra más tomada el día de su matrimonio en
1895, un bastón de ébano con empuñadura de oro con la efigie de la cabeza de un
león y, en el fondo un estuche de piel conteniendo unos espejuelos y otro
estuche con una navaja de afeitar.
Sacó luego una fina caja de caoba
con incrustaciones de madreperla y estupendamente recubierta en su interior con
terciopelo color marrón oscuro en la que
había un reloj Omega, de oro y plata de 1900, con léontine de oro y tres
medallas de oro condecorativas que su abuelo había recibido: una
correspondiente a la Gran Orden del Mérito Azteca otorgada por la Presidencia
de la República por sus servicios a favor de la educación en Aguascalientes en
1895, otra que recibió por parte del Ministerio de Cultura de Francia en 1899
(Cruz de la Orden de la Legión de Honor) y la tercera por parte del Estado en la
que se le nombró –póstumamente por decreto número 122 del Congreso del Estado
de septiembre de 1955- Hijo Predilecto de Aguascalientes-, una carpeta con
documentos personales varios, y por último tres libretas con pastas de cartón
gruesas de color café oscuro en las que asentaba datos sobre su quehacer como
médico, sus inseparables journalières clinicien.
En estas libretas, como ya habíamos
sabido por la noticia dada por el diario El Reverente, de fecha 17 de junio de
1905, en que se daba cuenta del deceso del doctor Abelardo Portugal, este
registraba los casos de los pacientes que atendía. Así está registrado en dicha
nota:
[…]
Metódico y perspicaz como clínico brillante, llevaba notaciones
especiales en la atención de cada uno de sus pacientes en un libro clínico al
que recurría con frecuencia para saber si el Calomel o el Ruibarbo utilizados,
entre otros en un paciente, habían dado el resultado esperado.
[…]
Pues bien, con estos nuevos datos,
comparé la letra y los números escritos de puño y letra por el doctor Abelardo
Portugal con la de las anotaciones encontradas en las siete hojas halladas en
la caja metálica de su pertenencia, mismas que fueron consideradas como
posibles notaciones encriptadas y, nada. Aún sin ser un experto calígrafo, puedo
afirmar que éstas indescifradas líneas alfanuméricas no las escribió el doctor
Portugal.
Estas son las notas manuscritas
aludidas:
M51.2:4.6:8.9:8.12,16.13:8.15,12.16,10.27,14
M225.11:3.28:7.32:2.32:6
M250.10:6.19:8.23:1.24,4.25:6
Nuevamente me repito: ¿Qué hacían
estas notas encriptadas en su poder?, ¿Qué significaban?, ¿Quién las escribió?,
¿Qué relación posible habría entre este médico con el señor Jacques Clemenceau,
los hermanos Guggenheim y el gobernador Nicéforo Domínguez Estrada?, ¿Porqué el
interés sobre el asunto del criptólogo suizo Dormnstand Echke?
Seguiré investigando…