Dr. Xavier A. López y de la Peña
Códice Laud 29 y 30 Mictlatecuhtli
Señor Malinche:
Si tal deshonor
como has dicho creyera que habías
de decir, no te
mostrara mis dioses.
Estos tenemos
por muy buenos,
y ellos nos dan salud
y agua y buenas sementeras y temporales
y victorias
cuantas queremos; y tenémoslos de adorar y sacrificar;
lo que os ruego es que no se digan otras palabras en su deshonor.
La religión constituye
una característica más, propia del ser humano y cumple con el propósito de
ubicar al hombre en el universo dándole seguridad frente a las poderosas
fuerzas de la naturaleza, supuesta e inmensamente mayores a la suya,
confiriéndoles un carácter divino dentro de un marco conceptual que le dé
coherencia a su pensamiento en el contexto histórico vivido. Su identidad, su
destino, su entorno y hasta su propia “mismidad” podrían encontrar entonces
explicación. Así, la religión constituye un producto cultural más o menos
elaborado que pretende “adaptar” al hombre frente a la naturaleza y hacia sí
mismo dándole bienestar y seguridad interior. Este proceso «adaptativo», vía
pensamiento religioso, satisface a su vez uno de los puntales inherentes a la
vida: la conservación de su propia estructura.
De lo “natural”, reconocible pero no explicable, surge lo
“sobrenatural”, el qué y por qué de las cosas, el motor de los acontecimientos,
su explicación y derroteros, sus vehículos y formas diversas de expresión que a
la postre se amalgaman en conductas más accesibles y en cierto modo
“controlables” por el ser humano al través de su particular estructura
religiosa.
De esta forma lo “sobrenatural” dejará de sobrecoger y
aterrorizar, es entonces de alguna manera “explicable” y “controlable”, la
religión se convierte con ello en un mecanismo de defensa hacia la integridad
personal.
La religión así proporciona fuerza, se constituye como
escudo ante el medio circundante presumiblemente hostil y, en manos de unos
cuantos, suele convertirse en una forma de poder, sujeción y control de ciertos
grupos humanos.
Los grandes dirigentes religiosos suelen poseer enorme carisma
y una acentuada mística que podría canalizarse por ellos mismos o por sus
seguidores en uno u otro sentido de los extremos conceptuales tanto de bien como
del mal.
De otro lado, los conceptos religiosos carecerán de
sustento de acuerdo al grado del conocimiento que se logre obtener acerca de la
fenomenología que concursa en dichos hechos “divinizados” de la naturaleza,
cuya explicación a través de la ciencia dejará entonces de tener razón. Sin
embargo, mientras el hombre mantenga en su intelecto una sola incógnita sobre
el Universo o sobre sí, el hueco en su pecho habrá de llenarlo siempre con el
pensamiento religioso.
Si la aportación cultural de un pueblo en materia de
religión contempla en su cimentación hechos en torno a la naturaleza misma y
ésta conforma el ambiente en el que el hombre vive y muere, constituyéndose a
su vez en parte de ella, la medicina, otra variable de su expresividad cultural
mantendrá indefectiblemente vínculos indisolubles con la religión. Podrá si,
apartarse en algunos puntos, pero en esencia sus nexos serán unívocos.
Si por religión entendemos el conjunto de rituales y
normas morales derivadas de creencias o dogmas acerca de la divinidad, los
pueblos que integraron la cultura náhuatl eran, como lo fueron muchos otros
pueblos, eminentemente religiosos.
Profesaban culto a numerosas deidades lo que le hacía un
pueblo politeísta por excelencia. De hecho, la concepción religiosa orientada a
un sinnúmero de dioses y diosas que representaban a las fuerzas naturales y a
las enfermedades mismas, les ocupaban un buen tiempo para dedicarles variados
actos propiciatorios.
Formularon una serie de mitos y leyendas, creando y
basando sus inquietudes en el numen creador que estaba representado por el
principio dual, tan propio de la cultura náhuatl en muchísimos órdenes,
combinando el principio femenino y masculino (Omecihuatl y Ometecuhtli,
2-Señora y 2-Señor que radicaban en Omeyocan 2-Lugar).
Integrando
sus conceptos en la relación espacial, daban posición y orden a su ideología
religiosa centrados en sí mismos. El referente antropocéntrico les ofrecía 7
puntos especialmente definidos: norte-sur y oriente-poniente en el plano
horizontal; arriba-abajo en el plano vertical y en su propia persona en el
plano central.
Justamente
el Omeyocan referido anteriormente estaba situado en el plano superior enseñoreándose
sobre los 12 estratos en que moraban los diversos dioses y diosas:
En el
primero, el más bajo, estaba un dios llamado Xiuhtecuctli, dios de los
años; en el segundo la diosa tierra, Xiuhtli; en el tercero, Chalchiubtlique;
en el cuarto, Tonatiuh, que es el sol; en el quinto hay cinco dioses, cada uno
de diverso color, a causa de ello también Tonaloque; en el sexto, Mictlantencutli,
que es dios de los infiernos; en el séptimo, Tonacateuctli y Tonacacihuatl,
dos dioses; en el octavo, Tlalocantecutli, dios de la tierra; en el
noveno, Quetzalcohuatzin, que también es ídolo principal; en el
decimoprimero, Yohualtecutli, que quiere decir dios de la noche u
oscuridad; y en el duodécimo, Tlahuzcalpantecutli, que quiere decir dios
del alba del día.
El ser humano y su universo fueron productos de la
voluntad divina, este es el concepto teogenésico y sobre el girarán su vida,
muerte, salud, enfermedad, abundancia o escasez.
La
deidad creadora como simple concepción abstracta debía modelarse para su
asimilación más sencilla en el pensamiento náhuatl, de atributos corporales
(físicos) y espirituales (metafísicos) que dieran coherencia a sus realidades.
Así, se solía representar a los dioses con características físicas humanas o
antropomorfas, y de animales o zoomorfas, etc., y espirituales como modelos
tomados del ser humano mismo con sus pasiones, deseos y reacciones.
Dioses
terriblemente conflictivos unos, como dulces y afables otros. Buenos y malos.
Vengativos y coléricos y, algunos hasta enfermos como el mismo Quetzalcóatl
quien estaba lleno de verrugas, con las cuencas de los ojos hundidas y la cara
hinchada, con un aspecto tan desagradable que él mismo no se atrevía a
presentarse ante sus súbditos a pesar de ser un buen soberano. Otro dios enfermo
era el tímido y humilde Nanahuatzin el “bubosito” que con su sacrificio
en el fuego purificador a instancias de otros dioses se transformó en el mismo
Sol.
Si los dioses también estaban enfermos, ¿quién mejor que ellos
podían enviar la enfermedad como castigo o reproche a los seres humanos?
“véngale de nuestra mano el castigo -decían los dioses- , según que a vos
pereciere, ora sea enfermedad, ora otra cualquier aflicción...”; “¿O por
ventura place a V.M. de hacerle un recio castigo, de que se le tulla todo el
cuerpo, o incurra en ceguedad de los ojos o se le pudran los miembros o por
ventura sois servido de sacarle de este mundo por muerte corporal, y que se
vaya al infierno, a la casa de las tinieblas y de la obscuridad, donde hemos de
ir todos, donde está nuestro padre y nuestra madre la diosa del infierno y el
dios del infierno?”
El enfermar y el morir eran entonces el resultado del
deseo divino. Los que morían de “muerte corporal” iban a la casa de las
tinieblas, el Mictlán, situado en la concepción espacial náhuatl en el
sexto cielo e interpretado por los sacerdotes-cronistas del siglo XVI como el
infierno.
Surge
entonces la necesidad de mantener un comportamiento adecuado dentro del grupo,
según sus costumbres, para poder agradar a la deidad, instituyéndose las normas
de conducta propicias para mantener la cohesión del grupo social: “Por esto te
acrecentará dios los días de la vida si vivieres largos días, si no hicieres lo
que te aconsejamos, cegarás o te tullirás, o te pararás contrahecho, y eso tú
mismo te lo buscarás y dios te lo dará.”
Se
castigaba con lepra y otro tipo de padecimientos a todos aquellos que no
guardaran ayuno en la fiesta que se celebraba cada 8 años o atlamalqualiztli,
esto es, ayuno de pan y agua que se llevaba a cabo en el mes de quecholli
o el de tepeilhitl. Los afectados de alguna de estas enfermedades
elevaban sus ruegos al dios Titlacauan implorándole misericordia
inicialmente y después, ya desesperados, subiendo de tono e insultándole por
negarse a sus peticiones. “Tenían en gran reverencia este ayuno, y en gran
temor, porque decían que los que no le ayunaban, aunque secretamente comiesen y
no lo supiese nadie, dios les castigaba hiriéndoles con lepra”.
Y más decían que el dicho dios que se llamaba Titlacauan
daba a los vivos pobreza y miseria, y enfermedades incurables y contagiosas de
lepra y bubas, y gota y sarna e hidropesía, las cuales enfermedades daba cuando
estaba enojado con los que no cumplían y quebrantaban el voto y penitencia a
que se obligaban de ayunar, o si dormían con sus mujeres, o las mujeres con sus
maridos o amigos en el tiempo de ayuno. Y los dichos enfermos estando muy
penados y agraviados, clamaban rogando y diciéndole:
“Oh dios, que os llamáis Titlacauan hacedme merced
de me revelar y quitar esta enfermedad que me mata, que yo no haré otra cosa
sino enmendarme; si yo fuese sano de esta enfermedad, hagoos un voto de os
servir y buscar la vida, y si yo ganare algo por mi trabajo yo no lo comeré ni
gastaré en otra cosa, ¡sino que por os honrar haré una fiesta y banquete para
bailar en esta pobre casa!”
Más entonces, cuando el enfermo se encontraba sufriendo desesperadamente
porque no podía sanar, increpaba y le reñía enojado, y airadamente a su dios
reprochándole de esta manera:
“¡Oh Titlacauan,
puto, hacéis burla de mí! ¿Porque no me matáis? y algunos enfermos sanaban y
otros morían.”2
Lo anterior me hace reflexionar sobre si el ser humano
creyente en una o más deidades y sufre de algún tropiezo o desventura, ¿les
puede reclamar?, ¿creerá que lo escuchan?, ¿serviría ello de algo?
Bueno, para empezar el problema que enfrenta la persona
creyente sea como fuere se lo suele atribuir a la deidad al no encontrar otra
razón para ello. En seguida, puede racionalizar que el reclamo es justo porque
él no se merece la desventura y sufrimiento que padece y, por ello mismo, siente
que le asiste todo el derecho para hacerlo.
Pero… esto sería razonable entre personas comunes y corrientes; sin embargo, comúnmente se considera que la deidad está en otro inalcanzable y superior nivel.
Este
dilema se refiere así en la Biblia:
Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques
con Dios? Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así?
¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?
Romanos 9:20.3
Los que contienden con el SEÑOR serán quebrantados, El tronará desde los cielos contra ellos.
Samuel 2:10.
1. Díaz del Castillo, Bernal.
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Editorial Patria. México
1983 [1632], pp. 259-262.
2. Fray Bernardino de
Sahagún. Historia general de las cosas de la Nueva España. Ed. Porrúa, México
1969, Vol. I, p. 277. Citado en: Xavier A. López y de la Peña. Medicina Náhuatl.
Ensayo documental. Ediciones MFM, México 1983, pp. 27-31.
3. Reina-Valera 1960 ® ©
Sociedades Bíblicas en América Latina, 1960. Renovado © Sociedades Bíblicas
Unidas, 1988. Utilizado con permiso. Si desea más información visite
americanbible.org, unitedbiblesocieties.org, vivelabiblia.com,
unitedbiblesocieties.org/es/casa/, www.rvr60.bible.
Disponible en: https://www.biblegateway.com/passage/?search=Romanos%209%3A20&version=RVR1960