Sobre el olor.
¿A qué huele lo que olemos?
Los
libros, las librerías y las bibliotecas huelen a palabras, frases,
ideas,
recuerdos, historias y pensamientos profundos o fútiles;
nos
enseñan, distraen o advierten, nos agradan, disgustan o confunden,
pero…
siempre huelen y olerán gratamente.
Dr.
Xavier A. López y de la Peña
Al principio me asaltó la idea de hablar sobre “El olor a la guayaba”, pero no como referencia al libro publicado en 1982 por Gabriel García Márquez sobre sus conversaciones con Plinio A. Mendoza, cuyas líneas delinean los recuerdos, lugares, la vitalidad y la nostalgia exótica y a la vez fragante (tipo de “olor” que queda, -por llamarlo así, en la mente del lector) de la vida caribeña en la que se desenvuelve la trama: No.
Me interesó tratar
algo sobre el olfato o, con más propiedad, a la capacidad que tenemos de oler
algo a través de este nuestro sentido olfatorio tan poco estudiado, entendido y
apreciado en comparación con los otros.
Su definición por el
diccionario de la Lengua Española es -para mí sublime-, pues la refiere como la
impresión que los efluvios (emisión de partículas
sutilísimas) producen en el olfato.
Pero… ¿Por qué ¿qué y para qué olemos?
El “oler” es un mecanismo evolutivo adquirido de
defensa para nuestra supervivencia (y de otros animales) a través de nuestro
órgano del olfato, ya para la elección de alimentos, de pareja en la
reproducción sexual, para evitar peligro, alertar sobre algún otro riesgo, de
reconocimiento o como señal que algo no está bien con nuestra salud, como la
pérdida del olfato (anosmia), ahora recientemente generalizado como síntoma
relevante en la infección por COVID, entre otras.
Partiré de que todos más o menos apreciamos diversos
olores en nuestro ambiente y, lógicamente también, los emitimos. A pesar de ser
un importante órgano sensorial, el “olfato” ha sido considerado como un campo poco
atractivo para analizarse o siquiera considerarse a través de la historia y como
tema casi ausente en las ciencias sociales.
Además, el sentido del olfato enfrenta la dificultad
de describir el o los olores porque no se tienen palabras adecuadas para ello:
carecemos de su vocabulario. Por ejemplo, en el sentido de la vista para los
colores decimos: esto es rojo, verde, azul o amarillo, o tal vez azul turquesa
o amarillo ámbar; en el del tacto: esto es suave o duro, frío o caliente, terso
o rugoso, etc. En el del oído: el tono es agudo o grave, alto o bajo, en nota
musical Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, etc., pero para describir un olor se
suelen utilizar adjetivos varios como: "aromático",
"dulce", "picante", "fuerte", "suave",
"penetrante", o comparaciones con otros olores como "huele a
café", o "huele a canela" o a “ropa recién lavada”.
Vamos, pensando de otra manera ¿cómo podríamos
describir a una persona a qué huele un plátano, si nunca a olido alguno? No
tenemos un vocabulario “objetivo” para ello, así que para hacerlo recurriríamos
a usar un lenguaje “evocativo” echando mano de sensaciones personales y
subjetivas como el decir: “huele como “dulzón”, algo “almizclado” con una parte
quizás de “mango no muy maduro” … En síntesis, no tenemos un vocabulario
objetivo y claro para describir el o los olores.
Históricamente y cuando menos desde Aristóteles, el reconocido
desdén por este sentido queda patente cuando clasificó nuestros sentidos así: la
vista y el oído eran los más importantes (porque con ellos se podían apreciar
la belleza y la música, ambas conducentes -señalaba-, a la divinidad), seguidos
por el tacto y el gusto considerados como sentidos “animales” que nos podrían
llevar al exceso y la lujuria, y el olfato en el último lugar.1 Y
Platón, con su mirada hostil hacia el cuerpo físico y sus facultades criticaba
a la vista y el oído, como posibles causales de confusión pero mejores que
otros sentidos considerados como “inferiores” como el tacto y el gusto y, al
último, el olfato al que gradaba sólo como receptor de olores “agradables o
desagradables”.
Adelante, Linneo clasificó los olores en base
en que ciertas plantas nos evocan olores corporales o recuerdos: aromático,
fragante, ambrosiaco, aliáceo, caprino, impuro, y nauseabundo; Hendrik
Zwaardemaker los distinguió como etéreo (como el éter o la cera de abejas),
aromático (como las especias o el alcanfor), fragante (como la lavanda o los
pétalos de rosa), ambrosíaco (como el ámbar o el almizcle), aliáceo (como el
ajo o la cebolla), empíreo (como el café tostado o el humo del tabaco), hircino
(olor corporal fuerte y desagradable que recuerda al olor de una cabra; como el
queso fuerte o la comida rancia), fétido (como las chinches o la flor del
cilantro) y nauseabundo (como las heces o los huevos podridos). Además, inventó
un olfatómetro ya en desuso.2 Hans
Henning presentó un diagrama en forma de prisma en que colocaba seis olores
básicos en la base y olores intermedios en las aristas y caras; John Amore
consideró 7 olores primarios en la naturaleza basándose en el tamaño de sus
moléculas: alcanforado, almizclado, mentolado, floral, etéreo, picante y
pútrido. Finalmente, una clasificación reciente, les otorga 10 categorías:
fragante/floral, leñoso/resinoso, frutal no cítrico, químico,
mentolado/refrescante, dulce, quemado/ahumado, cítrico, podrido y acre/rancio.3
En el terreno de la filosofía también el olfato es
considerado generalmente como un sentido “próximo a la animalidad” y alejado de
los principios que rigen la inteligencia.
Bueno, la lista es larga como hemos visto y bastante
poco clara e “inobjetiva” para describir los olores, pero finalmente todo
dependerá del Umbral Olfativo que cada uno de nosotros posea, entendido éste como
concentración mínima de una sustancia que un grupo de personas, que no son ni
especialmente sensibles ni insensibles a olores, pueden detectar. Esencialmente,
es la concentración necesaria para que el 50% de las personas puedan percibir
el olor.
Quedan fuera de estas estudiadas
clasificaciones “olorosas”, términos tergiversados como el olor de santidad, olor
de multitud, el olor de miseria y de la sordidez de las favelas, de los
suburbios de los barrios de los desheredados, el olor a la miseria, a la
podredumbre, desesperanza, enfermedad y muerte como señalara el doctor médico y
antropólogo catalán Josep M. Comelles,4 y
las repercusiones que el olor o los olores puedan producirse en la sociedad:
rechazo, discriminación y exclusión que pueden tener incluido cierto componente
de bromidrosifobia que es una
fobia específica que consiste en el miedo irracional e intenso al olor
corporal, ya sea propio o ajeno.
“-
Es increíble, aquí huele aún peor que fuera.
-
Olor a tabaco rancio, a colonia barata... huele a desesperación existencial.”
(Dijo la artista Lucy Alexis Liu Yu Ling, como la Dra. Joan Watson para Elementary)5
En el terreno de la medicina, la semiología del
olfato prácticamente ha desaparecido.
La percepción olorosa de los efluvios del paciente como método
“sensual” para auxiliar en el diagnóstico clínico está reducido ya, en la
mayoría de los casos, a la simple percepción de su asociación con el grado de su
higiene. Quedó atrás el concepto de que el olfato que, para el clínico bien
ejercitado, se convierte en un sentido delicado y refinado, una fuente precisa
de satisfacción mental y de conocimiento científico.
Sin embargo, desde la
entrada a la habitación del enfermo hasta su acercamiento para interrogarle y
explorarle, en su caso, el olfato del médico debe entrar en acción ante
las primeras impresiones olorosas percibidas y procesarlas dentro de su
correlato: aliento cetónico, probable diabetes; olor amargo a almendras,
intoxicación por cianuro; olor almizclado, ictericia intensa; olor orinoso o de
ratón, en la enuresis o la fenilcetonuria; amoniacal, insuficiencia renal
crónica; fétido/rancio, bromhidrosis plantar, etc. De hecho, la osfresiología
(palabra que etimológicamente viene del griego «οσφρησις» (osphrēsis) olfato y
del sufijo «logía» del griego «λογια» que indica estudio, tratado o ciencia de
los olores), es ya un término infrecuente y obsoleto.
Cabe resaltar también que, si bien el olor corporal,
aunque profundamente ligado a la biología humana, ha sido también una fuente de
tensiones sociales, exclusiones y conflictos culturales.
A lo largo de la historia, el "olor del
otro" ha servido para marcar diferencias de higiene, clase, etnia,
nacionalidad o incluso moralidad. Lo que para un grupo puede ser un olor
familiar o aceptable, para otro puede convertirse en motivo de rechazo o
discriminación como arriba sugerimos.
Actualmente en muchas sociedades occidentales
modernas, se ha desarrollado un ideal de “neutralidad olfativa” o limpieza
extrema, promovido e impulsado por la industria de la higiene y los productos
cosméticos. Esta norma no escrita genera expectativas que muchas personas, por
circunstancias varias como sus condiciones de trabajo, salud, o costumbres
culturales, no pueden o no quieren cumplir.
Cuando alguien “huele diferente”, ya sea por su
origen étnico, el tipo de comida que consume, por su higiene o por sus tradiciones
culturales (como el uso de aceites o perfumes naturales o no), puede
convertirse en blanco de burlas, marginación o estigmatización. En este caso
resalta el asunto tan actual y masivo de los migrantes. De hecho, en los
lugares en que conviven personas de distintas culturas, los olores corporales,
de alimentos o de espacios pueden convertirse en verdaderas fronteras
simbólicas. El olor del “otro” podría interpretarse no solo como algo extraño,
sino como una amenaza al orden social establecido y puede dar lugar a
conflictos en espacios compartidos, como asilos, escuelas, lugares de trabajo o
transporte público.
También históricamente existe una dimensión de clase
en el que el olor se ha asociado con el trabajo físico y, por lo tanto, con las
clases populares. En tanto que en la élite o la minoría selecta o rectora se ha
construido una estética del cuerpo sin olor o “desodorizado y perfumado” como
símbolo expresivo de poder, de control y refinamiento. Así, el olor corporal como
una característica fisiológica pasa ya a convertirse en un verdadero marcador
social.
En conclusión, los olores ya no son solo estímulos
sensoriales, sino que son importantes portadores de significados sociales. El
"olor del otro" puede convertirse en una fuente de conflicto cuando
se le asocia con diferencias culturales, económicas o raciales.
Toca entonces reconocer esta dimensión invisible de
la discriminación “olorosa” como un paso deseable para desterrarla y seguir
hacia el logro de una convivencia más respetuosa y empática. Es así mismo una
forma de reconectarnos con lo más instintivo y emocional de nuestra experiencia
humana a través de nuestros receptores odorantes.
En fin: Fino gusto y buen olfato. Nos dan muy
sabroso plato.
1 . Synnott, Anthony.
(2003). Sociología del olor. Revista mexicana de sociología, 65(2), 431-464.
Recuperado en 29 de mayo de 2025, de
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-25032003000200006&lng=es&tlng=es.
2 . https://www.oxfordreference.com/display/10.1093/oi/authority.20110803133602436
3. https://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/gastronomia/clasificacion-de-los-olores-1810406.html
4 . Cristina Larrea
Killinger. La cultura de los olores. Ediciones Abya-Yala. Quito, Ecuador 1997.
P. 14.
5. https://www.google.com/search?q=Lucy+Liu+-+Dra.+Joan+Watson&rlz=1C1FGUR_esMX1071MX1075&oq=Lucy+Liu+-+Dra.+Joan+Watson&gs_lcrp=EgZjaHJvbWUyBggAEEUYOdIBCjEwMjczajBqMTWoAgiwAgHxBXWOZFOUYsct8QV1jmRTlGLHLQ&sourceid=chrome&ie=UTF-8