lunes, 1 de septiembre de 2025

Homo desertor.

 El humano como desertor
de la naturaleza. 

Durante mucho tiempo nos han hecho creer que somos la humanidad
y nos hemos alienado de este organismo del que formamos parte, la Tierra,
pensando que ella es una cosa y nosotros somos otra: la Tierra y la humanidad.
No percibo que haya algo que no sea naturaleza. Todo es naturaleza. El cosmos
es naturaleza. Todo en lo que consigo pensar es naturaleza.
 
Ailton Krenak. El mañana no está a la venta.

Dr. Xavier A. López y de la Peña.
 

Homo” es el género (unidad para la clasificación de organismos) al que pertenecemos los humanos modernos y otras especies extintas de homínidos, y el adjetivo y sustantivo “desertor” es una palabra del latín “desertor, desertoris”, que significa “el que abandona” y que se deriva a su vez del verbo latino “deserere”, que significa “abandonar, separarse de”. Este verbo se forma a partir del prefijo “de” (separación) y el verbo “serere” (enlazar, entrelazar). Por lo tanto, “deserere” implica deshacer o cortar la conexión con algo. Por todo ello consideramos que con el título de este ensayo “Homo desertor” nos referiremos a la desconexión u oposición del ser humano con la naturaleza, es decir: Homo ut desertor vel contra naturam.
    El ser humano primitivo haciendo conciencia de su entorno natural, de sí mismo y de los otros, mirando al cielo estrellado e interpretando los fenómenos naturales ocurridos, empezó a discurrir también sobre la pertenencia (lo mío y lo tuyo), su lugar (aquí o allá), lo bueno y lo malo, lo sano o enfermo, la vida y la muerte, y la posible trascendencia. Se preguntó así también sobre todo ante sus ojos: el ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿para qué? e inició su camino en la búsqueda de su lugar en la naturaleza y sintió que debía salir de la piel del mundo para conquistarla, conocerla, poseerla. Corrió entonces hacia su dominio y control como un primer paso hacia su deserción de la naturaleza.
    La historia de la humanidad podría entonces no ser considerada como una historia de conquista, sino como una historia de huida: huida de lo que es natural, de lo que es incontrolable, de lo que está fuera de sus límites. Este movimiento de deserción no ha sido inconsciente, sino que se ha tejido, con deliberada atención, a través de milenios, como una serie de decisiones que, en su conjunto, han ido desgarrando el lazo sagrado entre el ser humano y la naturaleza.
    El pacto con la naturaleza entonces se rompe y, al no entender o comprender algo, le otorgó a ello un origen sobrenatural abriendo el camino hacia lo divino, el ser humano renunció pues a lo mundano, haciendo que lo terrenal ya no fuera suficiente para él. Se distanció de las raíces profundas que lo mantenían amarrado a la tierra y como una flecha lanzada hacia lo eterno, el ser humano, en su ansia por trascender, comenzó a perder el sentido de lo que lo unía a lo vivo y se sumergió entonces en un mundo creencial.
    Pronto, los generosos frutos que la tierra le ofrecía ya no fueron simplemente vistos como constitutivos de un lugar-hogar, sino como un territorio a conquistar. Así, con la llamada Revolución Neolítica el ser humano dejó de ser un habitante y se convirtió en un domesticador. La caza y la recolección dieron paso a la agricultura, y con ella, la sujeción de la tierra a un fin concreto, a una utilidad. La naturaleza dejó ya de ser algo que se vivía, algo con lo que se compartían ritmos y ciclos, y se convirtió en un objeto que debía ser trabajado, controlado, manipulado.
    Comenzamos a alterar los paisajes, a deforestar los bosques y transformar ecosistemas completos para el cultivo y la crianza de animales. Este cambio supuso la “primera gran ruptura” con un modo de vida más integrado con la naturaleza, marcando el principio de la desconexión o deserción que ha continuado hasta nuestros días.
    La naturaleza, que una vez fue madre y sustento, pasó a ser solo una explotable fuente de recursos. Pero esta apropiación más que material fue simbólica. Al comenzar a ver el mundo como una extensión de su propia voluntad, el ser humano comenzó a desconectar lo sagrado de lo natural. La relación con la tierra se hizo instrumental, y lo divino, lo trascendente, ya no residía en el viento ni en el río, sino en el más allá: un lugar al que debía llegar por encima de las leyes naturales, por encima del ciclo de la vida y la muerte. A través de la razón, se alzó como señor y dueño de su destino, como si pudiera escapar del tiempo mismo, de las estrellas y la tierra que lo formaban.
    La ruptura definitiva con la naturaleza se da desde el momento en que el ser humano se siente dueño de su propia mente. A partir de la Antigüedad clásica, con Platón y Aristóteles, la razón se erigió como el gran distintivo del ser humano. Mientras los animales siguen siendo seres que sienten, pero no piensan, el ser humano es el único que tiene alma, razón y conciencia. Esta división entre lo racional y lo irracional (lo humano y lo animal) se convierte en la gran piedra angular de la cultura occidental, y a su sombra, el ser humano se erige entonces como un ser desertor de la naturaleza.
    El pensamiento cartesiano lo refuerza. Cuando René Descartes introduce su famosa máxima: Cogito, ergo sum (pienso, luego existo) reduce el mundo a una pura idea, al separarlo de lo sensible, el ser humano se distancia aún más de lo vivo, de lo orgánico. La naturaleza ya no es algo que se vive y siente, sino algo que se observa desde fuera, desde una posición elevada, desde una mente que la controla, que la observa, que la racionaliza.
    La razón, entonces, no solo separa al ser humano de los animales; lo separa del mundo mismo. Ya no se ve a sí mismo como parte de un flujo eterno, de un ciclo biológico que lo conecta con todo lo vivo. Ya no forma parte de una naturaleza que lo acoge, que lo alimenta. Ahora se ve como una entidad autocontenida, destinada a dominar la tierra, a subyugar los elementos, a modelar el mundo según sus propios designios.
    La modernidad, la ciencia y la tecnología completan esta deserción del ser humano respecto a la naturaleza. El ser humano ya no solo ha escapado del bosque, sino que ha construido un nuevo mundo, uno donde la naturaleza es solo un recuerdo, una imagen arcaica que se conserva en los parques o en los documentales.
    Con la industrialización, el ser humano ha pasado de ser un artesano de la naturaleza a una máquina que se ha aislado en un espacio propio, cerrado, artificial. La tecnología le ha permitido crear su propio universo, apartado del ritmo de las estaciones, del ciclo de la vida. Y, a su vez, ha hecho que la vida misma se reduzca a un proceso mecánico, automatizado y lleno de confort. El ser humano ha dejado de ser sujeto de la naturaleza para convertirse en objeto dentro de una red que él mismo ha tejido.
    La inteligencia artificial, los algoritmos, las redes sociales, los teléfonos móviles… son todos signos de esta huida hacia un espacio que, aunque nos parece más vasto y prometedor, en realidad nos ha reducido, nos ha alienado. Ya no sentimos el sol sobre la piel con la misma intensidad que nuestros antepasados. Ya no escuchamos la lluvia como algo que nos habla en susurros. Estamos rodeados de “no-lugares”: esos espacios sin identidad, sin historia, donde ya no hay contacto con el elemento natural, donde los seres humanos se convierten en meros cuerpos que se desplazan, se comunican y consumen sin cesar en hábitats sintéticos.
    En esta deserción, el ser humano ha acumulado toda una carga de nostalgia, aunque sin saber bien de qué. Es así que aquellos que más lejos están de la naturaleza son los que más la idealizan. Los parques o bosques “urbanos”, los jardines artificiales recreando espacios geométricos, los spas que ofrecen tratamientos, terapias o sistemas de relajación, utilizando como base principal el agua, generalmente corriente, no medicinal; los eco-lugares turísticos, etc., en los que todos parecen ser lugares de solaz y recreo que intentan revivir algo perdido, algo que se quiere recuperar, pero que ya no se sabe cómo. Al igual que el ser humano que deserta de su origen, la naturaleza, en nuestra mirada, se convierte en algo nostálgico, algo que se añora, se busca, se recrea y se representa, pero que ya no se habita.
    Así, el ser humano, en su afán por trascender, ha creado un mundo que ya no le pertenece. Ha desertado de un mundo que ha perdido la frescura natural del aire, la estrepitosa vitalidad del río, la quietud del bosque y la sonoridad de los variados ruidos de la naturaleza, para habitar ahora en un mundo apiñado, climatizado, geométrico, de hormigón y acero, con ruido motriz y ulular electrónico, con luz artificial, hablando con máquinas y donde se olvida que el ser humano no solo es una mente que piensa, sino también un cuerpo que siente, una persona que se alimenta del mismo suelo y que comparte los mismos procesos, ritmos, genes y sangre con los otros seres vivos.
    Pero… tal vez no sea demasiado tarde. Seguramente el ser humano no pueda regresar a su estado original, a su conexión primigenia con la Tierra. Pero hay algo que puede hacer: Reconocer que somos naturaleza, que nuestra esencia y nuestra existencia más profunda -a pesar de todo-, está imbricada con el resto del mundo natural.
    En esta época de deserción, la conciencia se convierte en el primer paso hacia la reconciliación. Y tal vez, solo tal vez, esa conciencia sea el germen de un nuevo despertar: uno en el que el ser humano, ya no como dueño, sino como parte, pueda aprender a habitar aún la Tierra en equilibrio con reverencia, con humildad y con respeto.
No se trata de regresar a un pasado imposible ni de huir hacia un futuro artificial, sino de redescubrir lo que significa ser y estar en este mundo junto a todos los seres que lo habitan, respirando y compartiendo juntos el mismo aire, sintiendo el mismo sol. Y si hemos de ser desertores, que nuestra huida no sea hacia la nada, sino hacia la redención: una redención que nos permita volver a ser parte de lo que alguna vez fuimos.
Finalmente, el ser humano es definitivamente un desertor de la naturaleza, sí, y lo ha hecho con prepotencia, soberbia, miedo y ambición. Ha creado un mundo que lo separa irremediablemente de la naturaleza. Pero esa deserción no es necesariamente nefasta. Lo que se necesita para transitarla no es ya nostalgia, sino conciencia interactiva con ella. No una regresión, sino una transformación profunda de la mirada.
    Ser tanto más natural no significa renunciar a la cultura, sino reconocer que toda cultura tiene raíces biológicas, ecológicas, terrenales. Y que, si cortamos esas raíces por completo, nos convertimos en un árbol que ya no sabe de dónde viene, ni cuánto tiempo más podrá mantenerse en pie enfrentado a nuestros ya apremiantes desafíos ecológicos globales.

Bibliografía:

Oriol y Anguera, A. (1989). Antropología médica. Ed Interamericana, S.A. de C.V., México.
Davi Kopenawa y Bruce Alberts. (2023). La caída del cielo. Palabras de un chamán Yanomami. Traducción de Emilio Ayllón Rull y Jesús García Rodríguez. Capitán Swing.
Latour, B. (1991). Nunca fuimos modernos: ensayo de antropología simétrica (V. L. Riego, Trad.). Ediciones Paidós.
Aiton Krenak. (2020). El mañana no está a la venta. Companhia Das Letras.