viernes, 18 de febrero de 2011
Mexicano
ESTEREOTIPO DEL MEXICANO
© D.R. Xavier A. López y de la Peña
La caracterización del mexicano ha sido presentada de variadas formas ¿En realidad, podrá ser hecha algún día?
Ha sido mostrado otrora gráficamente (Diego Rivera) como un hombre en posición de cuclillas, vestido con ropa de manta y calzando huaraches, un sarape sobre los hombros y cubierto con un sombrero de palma mientras dormita la siesta recargado y a la sombra de un nopal, en una figura que ha dado la vuelta al mundo.
Ya también se ha dado a conocer como el charro que se desayuna un vaso de tequila, mientras mantiene quién sabe cómo un cigarrillo entre los labios, al tiempo que engulle tacos bien enchilados, mienta madres y echa bala al son de “como México no hay dos” o similares, popularizados por algunos actores en la época de oro del cine nacional. Borracho aguantador, parrandero y jugador. Macho golpeador de mujeres propias y ajenas, desobligado, mujeriego irredento que deja en cada puerto un amor. Hábil para la trácala y el trinquete, marrullero como el que más, es el artífice experto y creador de innumerables “chicanadas” tan pronto se requiera y presente la ocasión. Pendenciero que explota a un simple “¿qué me ves?”, y alburero eterno que busca disfrazar con su lenguaje su propia minusvalía al pretender hacer hasta lo imposible por vejar al otro, someterlo o denigrarlo de cualquier forma, ya como cornudo, rajón o joto, pero... eso sí, presentándose unívocamente como ferviente Guadalupano categorizado como “el homo religosus” de México por el filósofo católico a ultranza Agustín Basave Fernández del Valle quien no pierde oportunidad para fustigar a los ateos que combinan -como él dice y no tolera-, un positivismo trasnochado con un cientificismo de cuarta categoría.
El mexicano como vejador contumaz de la mujer pero santificador eterno de su propia madre. En tanto que las demás mujeres son veleidosas, coquetas y fáciles, simples objetos de placer, la madre es pura, recatada, incapaz de ser tocada ni con el pétalo de una rosa, sujeto idealizado, inmaculado, y prístino de adoración perenne.
Malinchista a ultranza con profundos sentimientos de inferioridad enraizados en la misma conquista como lo delineara Leopoldo Zea al decir que “nos sentimos disminuidos, reducidos y, por lo mismo, inferiores, insuficientes, resentidos, sin más posibilidad que ocultar hipócritamente estos sentimientos o exhibirlos cínicamente.” Inseguro, impuntual, desordenado, dicharachero, bailador e indolente cuando de trabajar se trata. Influyente, patriotero, oportunista, descarado o cínico según pinte la situación sobre todo si se es un indecente activista político.
El “pelado” citadino, una “clase” social determinada, descrito por el michoacano Samuel Ramos como un ser “explosivo, cuyo trato es peligroso, porque estalla al roce más leve. Sus explosiones son verbales, y para lograr la afirmación en sí mismo, utiliza un lenguaje grosero y agresivo. Este filósofo mexicano sacudió la conciencia mexicana al adjudicarle al mexicano el “complejo de inferioridad” que delineó en su obra: El perfil del hombre y la cultura en México de 1934.
El “pachuco”, (que no el descrito por Octavio Paz sobre el mexicano residente en EUA) otro mexicano de ayer caracterizado por el cómico Germán Valdéz, “Tin-Tan”, como un personaje hablador de vestir extravagante, el don Juan libidinoso, cantarín y bailador pero bueno para nada pero que, a pesar de ello, embaucando al otro, hacía reír. O el del hablar sin decir nada, “cantinfleando”, para conseguir sin esfuerzo una u otra cosa en el hacer inútil de su vida, representado por un desgarbado e impreparado Mario Moreno, “Cantinflas.”
Mexicano el indio, con esa faceta que le impronta tener un “rostro negado” como nos dice Guillermo Bonfil Batalla, por el que abomina del pasado indígena y se perpetúa en un constante oprimir, explotar e imponerse aún hoy con la alharaca de la reforma constitucional sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, en tanto que enaltece cínicamente su esplendoroso y egregio pasado al mostrar al extranjero, básicamente, su portentoso periodo nativo en el museo de Antropología e Historia.
Cholo el mexicano de hoy, al llamado marginado social, que viste con pantalones doble ancho y la pretina en las rodillas, aretes y tatuajes por doquiera. Cholo que en comportamiento inútil se regocija en pintar las paredes en un sin-sentido agresivo contra el stablishment, marcando “su” territorio y haciéndose notar en un aquí-estoy anónimo.
El mexicano comportándose como corrupto y “ninguneador” siempre afecto a disminuir los méritos ajenos, a sus valores y a sus obras partiendo de la base en la que nadie vale nada (es un “menso”, suele decir con frecuencia) hasta llegar a la actitud paranoide del sentirse superior a todos, incomparable, como lo ha destacado Aniceto Aramoni. Este hombre que recurre a la explicación de lo mexicano a partir de su potencial destructivo ejemplificándolo con el “machismo” expresado por la figura del caudillo Doroteo Arango, “Pancho Villa”, donde nadie habría de “rajarse” al entrarle a la bola, tenía que “aguantarse” al extremo, despreciando a la muerte y manejando con destreza la pistola. Ser valiente. Ser destructivo al servicio de un “ideal.”
El mexicano (o algunos mexicanos, con más propiedad como siempre) descubierto por la mirada antropológica de Oscar Lewis que fue anatemizado por la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística en su momento, por considerar su “libro obsceno (Los hijos de Sánchez) y denigrante para nuestra Patria” al mostrarnos a la cara, un filón tepiteño en toda su magnífica y cruda realidad; un vivir particular mexicano, sin el maquillaje que otros desearían como los cuadros representados en la novela histórica tiempo atrás televisada (Senda de Gloria) que nos regalaba la imagen de unos indígenas oaxaqueños limpísimos, sonrosados y con sus ropas sin arrugas en un ambiente que parecía esparcir un aroma (ilusión visual interiorizada) a frutas y esencias, más que al de sudor humano temporalmente añejado sobre la piel y el ropaje, que demandaban las interminables y fatigosas faenas campiranas.
El mexicano también ha sido incluido como amante del “relajo” como bien pintó el licenciado-filósofo Jorge Portilla en su obra Fenomenología del relajo. Con el sustantivo “relajo” que tiene implícito una fuerte dosis de relajación, de ausencia de seriedad en todo, haciéndole fácil presa de la burla. El mexicano que se burla de la muerte (Guadalupe Posadas), del vecino, del pariente y del amigo. Echa “relajo” lo mismo en la funeraria que en una ceremonia religiosa o la escuela, incluyendo en el burlarse una negación al valor que las cosas, asuntos u hechos poseen. En el “relajo”, además de la burla se suspende y se niega el “valor” como mencionamos, considerado este como categoría filosófica como bien dice Antonio Oriol Anguera en su obra El Mexicano, raíces de la mexicanidad.
Es cotidiano en la temporada abrileña de Aguascalientes el escuchar a los jóvenes decir que van a ir a la Feria Nacional de San Marcos que se está celebrando, a echar “relajo”. No tienen un programa predeterminado, conciso, sólo llegar con los amigos allí, reír y burlarse a ver de qué, desvalorizando las cosas en un ambiente festivo donde no hay ceremonias, ni compromisos, ni aparentes restricciones, ni seriedad. Sólo es importante “echar relajo con los amigos” aquí y allá, todo es broma, juego, vacilada.
Santiago Ramírez disecó la mexicanidad desde la perspectiva freudiana anclada en la libido con ejemplos que luego se expresarían claramente en la obra de Oscar Lewis. El sexo era el motor de las acciones, satisfacer y quedar satisfecho, temor y seguridad en la potencia. No “rajarse” y entrarle. “... no concebía la vida sin ninguna de las dos (dice Manuel, uno de los Hijos de Sánchez), sin que ninguna se sintiera ofendida. Cuando dormía con mi esposa (Paula) siempre la mente fija en Graciela, cuando dormía con Graciela siempre la mente fija en mi esposa. Después fui a ver a la mamá de Graciela. Siempre he tenido el poder de persuadir a la gente, al menos a los de mi clase, y por eso me decían “Pico de Oro”. Debe ser cierto, porque convencí a la mamá de Graciela de que aceptara”. Para Santiago Ramírez el problema básico de la familia quedaba estructurado freudianamente por el “exceso de madre, ausencia de padre y abundancia de hermanos.”
Octavio Paz, el poeta mexicano galardonado con el premio Nobel de Literatura, hoy lamentablemente desaparecido un día de abril, escribió y describió también al mexicano desde la óptica de la soledad en su Laberinto de la Soledad de 1950. En su obra nos dice que “La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, “pocho”, cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica carrera ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser el sol, volver al centro de la vida de donde un día -¿en la Conquista o en la Independencia?- fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por establecer los lazos que nos unían a la creación.”
El Dr. Agustín Basave Fernández del Valle interpretó la perspectiva de Octavio Paz en su obra, como la del poeta solitario y agnóstico, como hace resaltar porque le choca que alguien difiera o cuestione lo religioso, como la de un “-enorme poeta pero mero diletante en materia de filosofía- [que] siente su soledad de poeta y se la transfiere, se la adjudica a todo el pueblo mexicano o, si se prefiere, al mexicano tipo, al mexicano medio” y nos da, bajo su mirada y análisis una lista de “cualidades” y que son, para que vaya usted haciendo sus propias reflexiones acerca de cómo es el mexicano: Religiosidad acendrada; Humanismo teocéntrico; Estoicismo cristiano; Aprecio mayor a los importante que a lo urgente (predominio de lo que se queda sobre lo que pasa); Saber vivir al ritmo de un tiempo largo y verdadero; Cortesía refinada; Espíritu de tolerancia; Capacidad de amistad y de convivio -ágape- amoroso; Rápida y vibrante aptitud emotiva; Disposición innata hacia la belleza y preocupación estética; Un especial y exclusivo sentido del humor que, de punzante, llega a burlarse y reírse de sí mismo; Exquisito de finura que penetra sutilmente en los motivos de conducta de los prójimos en la escala de la acción voluntaria: medio-objetivo-valor. Capacidad de inteligir en un solo golpe de vista y visión muy clara para advertir los principios. La aptitud del mexicano para realizar en un acto vivo de la verdad y el valor, la norma y la idea, es sorprendente; Estilo barroco, entendido no tan sólo como un horror al vacío, sino como apasionada abundancia de formas sobre soporte clásico, como patetismo vital trascendente.
¿Cómo entonces es el mexicano? Religioso y relajiento, inferior y machista, pendenciero y cortés, trabajador o indolente, creador o destructor, responsable o inútil ¿De qué mexicano se habla? Porque hay mexicanos puntuales y formales, trabajadores y ateos, sin sentimientos de minusvalía y cuya trayectoria dista mucho de enfocarse y sustentarse sólo en la mirada de la “destrudo” frommiana, o de la “libido” freudiana, o del vivir en “soledad” paziana, o bajo es “disvalor” ramosiano y la perspectiva “religiosus” basaviana.
La caracterización de lo bueno y lo malo del mexicano expreso en su multifacético espectro, que de todo tenemos un poco, que incluya al nayarita, al yucateco, aguascalentense o potosino, etc. (que no hemos hablado de la mexicana merecedora de más tinta para otra ocasión, lo reconozco) seguirá haciéndose con el tiempo. Juzgue cada quien.
Y para terminar, quizá hoy el eterno Octavio Paz y a su memoria, esté pensando “a ojos cerrados eternamente” de nuevo y en su soledad, en lo mexicano como lo dijo en el último párrafo de su Laberinto:
“El hombre moderno tiene la pretensión de pensar despierto. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces. Quizá, entonces, empezaremos a soñar otra vez con los ojos cerrados”.
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