Del baúl de los recuerdos.
© DR Xavier A. López y de la Peña
Solamente quienes toman sosegadamente aquello
por lo cual se atarea la gente del mundo
pueden atarearse por aquello que la gente
del mundo toma sosegadamente.
CHANG CH’AO
Cada uno de nosotros posee una percepción individual,
sui generis puede decirse, de los acontecimientos vividos y uno de ellos es el siguiente.
Como antecedente debo decir que se trató de una batalla por la vida que ligaba, bajo circunstancias particulares, a dos personas en una noche fría de diciembre y en el ambiente aséptico, informal y mecanizado de una unidad hospitalaria.
La protagonista fue la enfermedad, que como el guerrero heraldo de la muerte luchaba contra el personero de la vida arrebatándole una víctima más.
Apesadumbrado y abatido por lo arriba referido, me hice hace años la siguiente reflexión que guardé por escrito en el archivo de los recuerdos y hoy ve la luz diciendo así:
No era fácil pensar ante la conciencia del dolor concentrado en la espalda. No era un dolor meramente físico como el que puede sentirse al pincharse un dedo o como el dolor que en ahogo revuelve el corazón desfalleciente. ¡No!. Era el dolor indescifrable que conjuntaba una vasta sensación de percepciones que reunían el desvelo, el hambre y la sed con el frío que envolvía al cuerpo y calaba el espíritu.
El desasosiego del torbellino que en el pensar en esto o aquello se disuelve en nada. El sabor de boca que en jadeos tras el esfuerzo realizado, se entremezcla con el ayuno, el tabaco y la desesperanza. El sudor pegajoso que abrillanta la frente y acrecienta el frío, limitando el libre movimiento de brazos y piernas. El vacío silencio de la noche que salpica un quejido humano por allá, el monótono indicador electrónico por acá y el peso de las miradas, unas vivas, otras apesadumbradas, indiferentes o sobrecogidas, y otras más mirando sin ver acullá, como muertas. El deseo de escapar al sueño para confortar el cuerpo y darle paz al espíritu. El porqué taladrando la conciencia que resiste al esfuerzo por descifrarlo, tan real y tan irreal, tan frecuente y obscuro. Tan sutil y cercano pero ininteligible. ¿Por qué? ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo decirlo? ¿Qué formulación logística haré para acallar ese otro dolor? El peso concentrado de una ciencia que nos niega sus respuestas y nos coloca en el medio, atiborrados de conceptos escarbados en el tiempo cuya realidad obtusa sondea profundidades inalcanzables.
Nos revelamos y sucumbimos al unísono. El entrecejo se frunce, la congoja húmeda y salada corre haciendo surco sobre los caminos del tiempo, con la libertad que la represión inútilmente imponemos al vítreo cáliz. Duele, pero así también el dolor es matizado por la aceptación del hecho y lo hecho. La conciencia y el alma se reúnen ante la nada espoleando más, allá en la espalda. ¿Por qué la espalda y no el estómago? ¿Por qué no el corazón o el cerebro donde asienta el alma? Tiene el alma un lugar en nuestro cuerpo y no es éste o aquél lugar, es en el todo que como címbalo vibra y reverbera y nos da la consciente realidad del dolor de espalda. La espalda que sustenta, que resiste o cree resistir el peso de la ciencia, de lo natural y lo sobrenatural, de las ideas y del éter que nuestro microcosmos soporta doblándose poco a poco haciéndonos bajar la cabeza, humildemente en un arco cada vez más agudo.
De la engreída postura erecta que los años mozos nos regaló, el cincel del tiempo, incansable, pertinaz y obcecado, nos golpea allí, en la espalda, hasta ponernos boca abajo, negándonos día con día el mirar hacia arriba, y como pago a nuestra insensatez y arrogancia, se permite con inveterado desenfado decirnos: ¡Hasta aquí, necio!, descargando finalmente la guadaña en el ser que fue y ya no es.
¿Por qué?
La ley universal de la entropía llama incansablemente y ofrecemos oídos sordos. ¿Por qué se ensaña aquí, allá, ahora, mañana y siempre ante el minúsculo ser que lucha por vivir? ¿Por qué este hálito de vida y no sobre otro? ¿Porqué la luz del vivir desde que surge de lo ignoto, está determinada a recibir el golpe de la nada?
¿Por qué? ¿Por qué?
Duele la espalda. La sombra del vacío dentro y fuera nos abriga pero no protege, es más, ofende cada molécula. La vida no nos pertenece aunque pareciera propia, sufrimos un espejismo de realidad fugaz y resistimos al golpe también fugaz y vanamente. Creemos poseernos y esgrimir entecas, blandas e inútiles espadas contra lo inevitable. Nutrimos nuestra mente de artificiosos y sofisticados recursos a la mirada del tiempo que benévolo sonríe con una risa sardónica, inexpresiva, tajante, única y definida siempre.
Duele la espalda. Asoma el níveo brote en la mejilla que el substrato corporal expresa vencido al acoso temporal, cargado de inútiles nutrientes que, corriendo de uno a otro lado estimulados por la dinámica bomba, buscan eso: nutrir, reparar lo irreparable hasta caer atrapado en la necesidad de mostrarse tocando la faz silenciosamente, dejándose ver entre el ayer y el mañana y señalando, como en todo el contexto orgánico, una minúscula muestra más de nuestra ignorancia hacia el porqué.
Aceptamos el hecho ¿qué otra cosa podemos hacer? y el dolor inenarrable conjunta la tibieza incompleta siempre de que lo hecho fue lo mejor. La falibilidad es un atributo humano. Mantener en concordancia el cuerpo y el alma no es fácil ya que le aguijonea la duda, propia o ajena sobre lo hecho, sin embargo la duda se suaviza cuando desde dentro, un grito nos convence y nos conforta. El grito inescuchable que surge de nuestro dolor ante el hecho, ante la realidad que desesperadamente tratamos de suavizar, a esa búsqueda de la templanza y coraje que nos hace calibrar, o tratar de hacerlo, las vibraciones de nuestro ser y concordarlo con las de los que estuvieron cerca de aquél, que ya no es.
Dejé su mano.