Vigilando, laborando y meditando todas las cosas prosperan.
Salustio (Caius Sallustius Crispus). 83-35 a.n.e.
© DR. Xavier A. López de la Peña
La forma de entender el término prosperidad podrá variar algo de una persona a otra en consideración a que hace alusión al curso favorable de las cosas; buena suerte o éxito feliz en lo que se emprende, sucede u ocurre.
En nuestra sociedad occidental la prosperidad suele referirse directamente a la acumulación de bienes materiales, muebles o inmuebles. No suelen apreciarse los avances, logros o metas en el terreno moral o espiritual; ello -se considera- no tiene valor de cambio. Es próspero por tanto el que, día a día puede tener y de hecho tiene más cosas como casas, terrenos, joyas, refrigerador, modular, antena parabólica, automóviles, cuentas de cheques, inversiones en las Islas Caimán, maquinaria, ropa, viajes al extranjero, cenas fuera de casa, reuniones sociales, etc.
Si acostumbramos ver al vecino con su misma bicicleta o automóvil de hace 10 o 20 años, que no remodela su casa con frecuencia, si no viaja a París, Ámsterdam o cuando menos a Cancún o bahías de Huatulco con frecuencia se suele suponer que no prospera, desde esta perspectiva. Si el país enfrenta una creciente deuda externa y una dependencia económica consecuente del extranjero de manera inacabable, también sabremos que no prospera. La prosperidad guarda una relación directamente proporcional con lo que se posee o lo que se puede poseer efectivamente.
¿Qué se requiere para prosperar? ¿Por qué unas personas prosperan y otras no? ¿Será acaso la fortuna veleidosa que se niega y que no llega?
La prosperidad la da indudablemente el trabajo y sus consecuencias materiales. Trabajar y trabajar. No hay otra fórmula ni nada de magia o suerte en ello. Sin embargo, el trabajo requiere de ciertos elementos que le acompañen; el trabajo debe ser creativo, productivo, bien hecho. Cualquier cosa que se haga debe hacerse bien, cuando menos hacer todo el esfuerzo posible porque así sea. Con puntualidad, ordenadamente, con seguridad y disciplina. Creer en lo que se hace. En esto radica uno de los aspectos valorativo del trabajo.
El trabajo, sin embargo, debe llevar también un sentido de equidad y de justicia, no sólo el trabajar denodadamente a tontas y a locas. Ello le da así sentido humano al quehacer, le dignifica. Cobrar lo justo y pagar lo justo por determinado trabajo o servicio bien hecho. Así, el que trabaja gana y tiene, y por consecuencia prospera bajo estas premisas, será efectivamente una persona próspera legítimamente. Si de forma contraria se trabaja cobrando de más, o pagando de menos por el trabajo o servicio prestado y éste mismo es deficiente y, aun así se gana dinero, se prosperará ilegítimamente. Piénsese para este último caso en el constructor de viviendas o carreteras, o puentes, o presas o... que, por compadrazgos y después de haberle embarrado la mano con dinero al que otorga una u otra autorización, utiliza material de calidad inferior a la estipulada para “hacerse” de una ganancia adicional en el negocio.
El trabajo próspero y legítimo también requiere de un ambiente propicio para desarrollarse. Para que el mismo sea justo y equitativo, debe campear en un medio que fomente y proteja la justicia en las relaciones de trabajo; con la ley. Y para que haya ley se requiere la existencia de un Estado de Derecho.
Del Estado de Derecho emanado de una ley no sólo escrita en el papel, sino de una ley efectiva que dé a los ciudadanos certeza y confianza en los procesos controversiales que se puedan suscitar o se susciten. Si el trabajo o el servicio prestado se producen en un régimen sin leyes, sin Estado de Derecho actuante y eficaz, el trabajo dará al traste. Nada de lo que se haga podrá servir para hacer a la persona próspera si su trabajo no está tutelado por leyes que se hagan cumplir y que se cumplan de forma justa y equitativa.
¿Cómo se puede entonces prosperar en forma individual y colectiva en un país si el trabajo de unos y otros no se desempeña bajo un Estado de Derecho? Si la ley es realmente letra muerta, la prosperidad de algunos o de muchos tendrá por cierto que ser ilegítima y medrará por todos lados. Las fortunas habidas entonces dejarán entre los ciudadanos un muy mal sabor de boca. Tendrán un substrato de injusticia y de inequidad: serán mal habidas seguramente.
El trabajador consciente de su trabajo bien hecho se sentirá por ello mismo trabado en una maquinaria en la que campea la injusticia impidiéndole prosperar.
Pensemos en un negocio cualquiera. El dueño del mismo, hoy quizá próspero -de acuerdo al concepto de prosperidad citado- seguramente debió lidiar a troche moche contra ineficiencias, corruptelas, abusos, intolerancias, chicanadas y mil y una formas posibles de hacerle “complicado” el salir adelante por parte de la o las autoridades correspondientes. Él mismo, aunque siempre con trabajo, debió recurrir al mismo tipo de maniobras para sortear el accidentado camino hacia la prosperidad. Este es el resultado de la lucha en el trabajo que se libra día con día a causa del substrato y fermento que, en nuestra sociedad, deja un Estado de Derecho cuestionable. Prosperamos sí, pero prosperamos a la décima parte de lo que podríamos prosperar si todos nos ajustáramos y viviéramos en un verdadero Estado de Derecho.
Debemos entonces, y ésta es la propuesta, asumir el compromiso de trabajar, y con ello prosperar, luchando y propugnando a la vez por la valía de las leyes, en orden, con disciplina, reconstruyendo el Estado de Derecho tan deseable en México para poder allanarnos el camino hacia la prosperidad legítima, bien habida. Un Estado de Derecho a su vez, bien consolidado y respaldado por todos nos librará en forma progresiva de la corrupción, el cáncer social que se nutre del derecho mermado, de la ley omisa, la ley equívoca o la ley escrita en letra muerta.
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