O el
misterio criptográfico.
Dr. Xavier A.
López y de la Peña
Entretanto se arreglaba o no doña
Tula con la mujer del niño de los mocos (Léase “Hantiguedades” de fecha 20
noviembre 2017) inicié tranquilamente el habitual recorrido por la estantería
de metal oxidado que tapizaba los muros de piso a techo del negocio,
desbordante de trebejos inútiles. Buscaba pequeñas cosas antiguas y con
relación al hacer médico: jeringas, fórceps, recipientes, medicamentos, libros,
etc. Aunque pretendía –como era mi costumbre- aparentar que no sabía qué
buscaba, porque me había hecho la idea de que si el comerciante percibe que el
posible comprador muestra interés en “algo” particular, de inmediato ajusta el
precio de la mercancía a la “alza” como suele decirse en el argot
bursátil; esta estrategia, sin embargo, no me funcionaba más con doña
Tula. Ella sabía perfectamente qué buscaba y, como si hubiese un acuerdo no
expreso entre ambos, cada uno asumía su papel de ignorante en cuanto a las
intenciones del otro. También adivinaba que doña Tula tendría “escondida”
alguna cosa que pudiera interesarme y ya para salir de su local sin comprarle
nada –como también era mi costumbre, me diría atajándome: ... creo que tengo
una “pincita poray que parece para
dotores”. A ver si le sirve -añadía con voz más suave, bajando los ojos y
corriendo en busca del objeto para mostrármelo-.
Mirando aquí y acullá llamó mi
atención una estructura metálica aparentemente que estaba colocada atrás de un
viejo radio de bulbos Zenit transoceanic
asomando por uno de sus ángulos. Y acaparó mi interés ver que tenía unas letras
inscritas en aparente latín. Lo saqué y efectivamente las letras grabadas
estaban en latín. Se trataba de una pieza de bronce conformando un triángulo
equilátero de unos 30 cms. por lado cuyos vértices remataban en círculos en los
que se leía: Pater, Filius y Sps
Sctus, los lados que unían a uno y otro vértices a su vez tenían la
inscripción: non est y, de cada
vértice hacia el centro salían a su vez tres placas a manera de rayos con la
inscripción est y al centro un círculo en que se
adivinaban sólo las letras De. Se
trababa, como todo parecía indicar, que era una obra en bronce representando al
Triángulo Místico, símbolo de la Trinidad del inefable misterio de la fe
católica. Quién sabe de dónde saldría esta pieza y qué antigüedad pudiera tener
pero... ciertamente, yo no la adquiriría por supuesto. Nada que ver con el
hacer médico –pensé finalmente dejándola en el mismo sitio.
Seguí mirando, escudriñando y
cogiendo uno que otro vejestorio para saber qué sería o para qué podría ser o
servir en todo caso. No faltaban las planchas de carbón, las cerraduras, los
candeleros, los azadones viejos, los marcos para fotografías de madera, las
piedras de molino, los radios viejos, las pantallas para lámparas, el foco,
vasijas, cadenas y un sinfín de cosas más.
Una hora después de curiosear por
cualquier rincón de los dos locales del negocio decidí que era el momento de
retirarme.
Al llegar a la puerta, escuchando
que doña Tula me detenía para mostrarme “algo”, aproveché para preguntarle si
acaso no tendría un maletín médico entre sus muchas curiosidades.
-Recordé que hacía tiempo había
visto alguno por allí, era de piel y lucía muy deteriorado por lo cual ni
siquiera había preguntado entonces-.
Los ojillos de doña Tula brillaron
por un instante cuando establecimos contacto visual sin que el resto de sus
facciones denotara el más mínimo cambio y me dijo desenfadadamente: Creo que
allá atrás tengo uno, voy a traerlo. Y uniendo la última sílaba de lo dicho con
la acción, puso en movimiento sus piernas rumbo a su escondrijo para traer el
maletín por el que sabía me iba a interesar.
Venía en una caja con otras
“viejeces” que me trajeron a vender el mes pasado -dijo mostrándome el polvoso
maletín que tenía adherida una etiqueta en su asa, marcada con lápiz con los
números 70-.
El maletín, era efectivamente un
maletín médico. De color marrón y con huellas de haber sido recosido en el
exterior de uno de sus costados de manera no muy meticulosa. Estaba hecho de
piel y fuertemente reforzado con herrajes en las equinas. Lucía muy deteriorado
y su asa central se mostraba muy gastada por el uso. Su interior estaba forrado
con una tela color beige claro estampada con lo que en sus mejores tiempos
habrían sido unas estilizadas flores de lis de color verde oscuro. En la pared
posterior e interior, y con el mismo material, tenía una bolsa que se sujetaba
con un broche de presión. En la parte inferior y externamente tenía grabados en
la piel dos números 16 y 33. Su chapa –sin la llave, por supuesto- tenía
adherida por un lado y sujeta con una asa, un pequeño medallón metálico con las
iniciales impresas “AP”.
El maletín -añadió doña Tula, me lo
vino a vender la viuda del licenciado Barrera que tenía su notaría allá por la
calle del Codo. Este licenciado juntaba muchas “viejeces” y gastaba “muncho”
dinero en ello. Mi viejo, que en paz descanse, lo tenía de cliente hacía
“muncho” tiempo.
También
–siguió diciendo-, me vendió el maletín junto con una caja de fierro que tenía
unos papeles y un libro. Hace una semana vendí el libro pero quedaron los
papeles –dijo apresuradamente- pues ya corría a traer también la vieja caja.
Estaba emocionado teniendo en mis
manos este maletín médico. Porque ¿cuántas cosas podría contarnos? ¿Qué
pacientes habrán sido explorados y atendidos con los instrumentos y remedios
que contenía? Seguramente habrá sido testigo múltiples tragedias como de
frecuentes dichas. De la mano del médico, éste maletín como muchos otros, se
han convertido en un símbolo representativo de la medicina en pie de igualdad
actualmente con el del caduceo y el estetoscopio.
Muy antiguo es el empleo de
maletines -recordé. De Roma provienen algunos cofres metálicos que datan del
año 300 a. de C. como aquél que pertenecía al ahora con ello célebre médico
romano Gaius Firmius que contenía un mortero, vasos y algunos ganchos
quirúrgicos. Con el tiempo, el transporte de los materiales de curación, de
diagnóstico y análisis médicos en los maletines ha evolucionado pasando de los
materiales metálicos, a los de madera, piel, cartón y plásticos.
Mire –dijo doña Tula regresándome a
la realidad- mientras me mostraba y
entregaba la también polvosa caja metálica.
-Le pregunté si me podía sentar en
su banco, a lo que accedió, y me senté a revisarla.
La
caja era una caja de hierro forjado, muy pesada, rectangular, de unos 20 c. de ancho por 40
cm. de largo y 10 cm. de alto con la tapa
convexa y chapa en el frente. El grosor de sus paredes era de 0.5 cm.
con una marca en el centro de su base, troquelada en forma oval que decía C.H. Teissier, Paris. Dentro de ella
había efectivamente unos papeles amarillentos y parcialmente destruídos por
polillas. Algunos eran partes de libros como un cuadernillo de alguna obra
ciertamente médica que ostentaban la página 13 a la 30 con una cabeza que
reza, por el anverso LES
THÉORIES DE L’HÉRÉDITÉ y en el reverso ÉTUDE DES CAUSES
MORBIFIQUES, posiblemente proveniente de una obra editada a
principios de los años novecientos ya que en el texto mencionan que tratarán la
teoría de la pangénesis de Darwin, la teoría de Hœckel, de Nægeli, de Weismann
y Bouchard entre otros para enfocar el asunto de la herencia.
El resto de su
contenido eran siete hojas de tamaño
carta que tenían unas anotaciones manuscritas alfa numéricas en una sola línea al
principio de cada hoja, como las siguientes:
M51.2:4.6:8.9:8.12,16.13:8.15,12.16,10.27,14
M225.11:3.28:7.32:2.32:6
M250.10:6.19:8.23:1.24,4.25:6
Pregunté a doña Tula –de forma
desenfadada- por el precio por la caja metálica porque esta no tenía ninguna
etiqueta que lo indicara y también me pregunté qué relación podrían tener este
maletín y la caja metálica, si es que pudiera haber alguna entre ellas.
¿Habrán pertenecido a la misma persona? ¿Qué significado tenían las anotaciones manuscritas? ¿Se trataría de una forma de escritura encriptada o criptograma y, en su caso, qué significado tendrían?
Bueniiiiiisimo
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