lunes, 5 de agosto de 2013

De los médicos.

CONCEPTOS DEL SIGLO XIX SOBRE LOS MÉDICOS
© DR. Xavier A. López y de la Peña
Uno de nuestros más ilustres historiadores mexicanos, Francisco de Asís Flores y Troncoso (1852-1931) en su enorme aunque cuestionada obra -su Tesis recepcional de médico, título que por cierto, nunca obtuvo-, Historia de la medicina en México desde la época de los indios hasta el presente, publicada en 1888, tomamos las siguientes observaciones hechas como una auto reflexión del autor sobre la moral médica de sus tiempos y que nos recuerda, aún hoy, la frase de que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Vivir para los demás, y antes que todo ser médico, y vivir todo para los médicos y la Medicina: he aquí dos de los principales aforismos de dos distinguidos médicos, aforismos que la moderna filosofía ha incrustado en el código de moral del médico, marcándole el camino que debe seguir en el espinoso calvario de la práctica.
He aquí en pocas palabras, cual es, por lo general, para con la sociedad en que vivimos, el carácter del médico mexicano. El médico nacido en esta bellísima parte de América, es afable en el trato, cumplido caballero en su conducta, medido en su lenguaje, tan reservado como las circunstancias lo exigen, y caritativo hasta donde le es posible con el humilde y con el necesitado. Y no debía ni podía ser de otra manera. Corriendo por sus venas la sangre latina bajo sus varios matices, y la sangre indígena pura y sin mezcla, tiene la galantería que distingue a los hijos de Francia, el fuego de los hijos de Italia, la hidalguía española, la reserva y prudencia de las razas indias, y la caridad, atributo común de todas estas razas. Todo esto no quiere decir, sin embargo, que no haya personas que conservan la fama de que fueran altamente groseras para tratar a los enfermos; pero a la verdad se puede asegurar que son pocos, y que generalmente sólo lo son los médicos jóvenes, que orgullosos con la pedante erudición que han sacado de las aulas, que empiezan a ejercer con aspereza la profesión, hasta que después de no pocas severas lecciones que les da la experiencia y de miles de reveses, se empiezan a hacer asequibles y después afables para tratar a sus clientes, aun a los menesterosos, que en último análisis no son sino el primer escalón por donde han empezado a ascender a sus respectivos puestos todos los médicos.
Actualmente, la moderna filosofía positiva (siglo XIX) ha inculcado en la conciencia de nuestros jóvenes facultativos saludables principios. Ella ha prohibido las conferencias secretas; ella ha hecho excluir del ejercicio las prácticas reservadas; ella ha proclamado muy alto la conveniencia de la unión de todos los miembros del gremio, y ella, en suma, ha recomendado a los hombres todos, que en los actos de la vida, tanto los públicos como los privados, nunca esquiven la responsabilidad de sus actos, haciéndolos públicos, con lo que ha puesto un hasta aquí a los abusos e inconveniencias que todas estas prácticas antiguas traían consigo. Actualmente en nuestro ejercicio, como decía el Sr. Erazo, “... La responsabilidad empieza en donde la conciencia acaba, y esta no falta al médico cuando no se aparta de los hechos repetidos y bien observados”. Hay, sin embargo, dos defectos capitales en algunos de nuestros médicos: el escepticismo en algunos, la poca o ninguna caridad en otros. Ya es necesario que abandonen muchos de nuestros prácticos ese escepticismo sobre los alcances de nuestra terapéutica, y esa incredulidad sobre las conquistas efectivas de algunos estudios modernos, como la Histología y la Histoquimia, conquistas que sólo juzgan como meras ilusiones de óptica o como creaciones de la fantasía; pues si bien sería un gran defecto la credulidad extremada, el escepticismo no puede menos de traer en el médico el desaliento; la poca o ninguna fe en el desempeño de la sagrada misión de su sacerdocio, que ejerciéndolo sin conciencia, queda reducido a una simple superchería, y el hastío, cuando el médico, el primero, no debe olvidar en ninguna circunstancia de la vida, que su profesión, la Medicina, no es jamás estéril, en la absoluta acepción de la palabra, pues que, como Auber ha dicho, cuando no alcanza el bien que se propone, vigilante y bienhechora consuela y fortifica al enfermo, y esparce a su derredor el perfume saludable de la esperanza, don el más precioso de todos.
Y ¿qué decir de la falta de caridad de algunos de nuestros compañeros; de esa caridad, don inestimable, de que debieran estar dotados más especialmente todos los médicos sin excepción, cualesquiera que fueran sus ideas y sus creencias? ¿Qué decir de los médicos avaros que se hacen pagar con usura un renombre adquirido quizás en medio de las vicisitudes de la vida; que no dan un paso, que no distraen una mirada, ni menos pierden el tiempo en recetar a un paciente, si antes no les asegura una exagerada recompensa, y que, en cambio, cuando ven en lontananza un pingüe negocio, se despierta en ellos una febril actividad? No podemos decir otra cosa sino que son mercaderes de la profesión. Felizmente esta clase de tipos escasean entre nuestro distinguido cuerpo facultativo, y no forman sino excepciones, excepciones que en todas partes y en todos los tiempos ha habido siempre y habrá mientras la humanidad sea humanidad. Y estos médicos debieran recordar que si la vida, como dice Auber, se revela en el estremecimiento de la sensitiva; sí se manifiesta en el movimiento de los astros y de los animales; sí se pinta en los trabajos de los hombres, y sí se contempla en la creación: la más bella y sublime manifestación de esta vida es su encarnación en los actos de la caridad hechos en los semejantes, pues que no debieran olvidar que el hombre, sin esa virtud, es como cuerpo sin alma, como flor sin perfume, como música sin armonías y como día sin aurora y sin crepúsculo. Al médico, en efecto, como dice Cabanis, es a quien toca llevar caritativo, al enfermo dolorido, los consuelos más dulces de su profesión; él es quien puede penetrar más adentro en la confianza del infortunio y de la debilidad, y él es quien puede verter sobre sus llagas el bálsamo saludable de la caridad.
Pero es necesario confesar también que para que el médico pueda dedicarse enteramente a su sacerdocio, debe buscar en los enfermos, según decía un antiguo profesor mexicano, el Sr. Robredo, tres cualidades que no en todos se hallan: fe en la Medicina, esperanza de la curación y caridad con el médico, y esta última, generalmente escasea mucho entre nuestra sociedad, que pretende exigir del facultativo más de lo que permite la filantropía universal; cometiendo con él frecuentes abusos; negándole sus honorarios; escatimándoselos cuanto puede, creyendo que por sólo el hecho de ejercer tan abnegada profesión está obligado a todo; que para él no debe haber descanso que apetecer, ni necesidades urgentes que llenar, sino que debe ser su verdadero esclavo: errores todos contra los cuales ya es tiempo de protestar. No es justo permitir, y hagámoslo así saber muy claro a la sociedad, que se nos reciba al tocar la alcoba de los enfermos y se nos despida al salir del dintel de las casas, llenándonos de bendiciones y recordándonos el premio que Dios tiene asignado a la caridad, pero sin pagarnos los justos honorarios, porque los médicos, lo mismo que los miembros de las demás profesiones, tenemos también necesidades que satisfacer, y obligaciones que llenar, y deber es de esa sociedad a quien servimos, contribuir con su óbolo para nuestro conveniente sostenimiento y para el de una vida consagrada toda al alivio de los dolores de la humanidad. Respecto de las relaciones que guardan nuestros médicos entre sí, sólo podemos decir, que creemos que, como en todas partes, es imposible hacer desaparecer esas jerarquías que hacen establecer la edad, el talento y el dinero.
En tesis general, creemos, pues, poder decir, que los preceptos de la moral médica forman el decálogo supremo de la mayor parte de los médicos mexicanos. De ellos podemos asentar con el eminente facultativo español Gimeno: que en la cátedra pública donde vierten las semillas del saber; que en la práctica de las ciudades donde tiemplan y consuelan las amarguras de las miserias que dora el vicio y en la de los pueblos donde sufren los tormentos de la ignorancia; que en los tribunales ante los que dirigen la justicia con el recto criterio de la ciencia que nunca transige más que con la verdad; que en los hospitales cuya atmósfera agota su salud; que en el lazareto cuyos peligros no les arredran; que en el buque perdido en lejanos mares donde sufren las soledades y las inclemencias del elemento; que en el manicomio frente a frente del sombrío sueño de la razón que procuran sondear; que en el campo de batalla en donde no pocas veces de fríos espectadores se convierten en valientes soldados; que en todas partes, en fin, donde hay algo que enseñar, dolores que disminuir, desgracias que atender: en donde quiera se les encuentra, siempre heroicos y serenos siempre, consoladores y sublimes, pues que la ciencia los inspira, la caridad los guía y la ciencia los sostiene. Y aquí debemos consignar, que si esa moral los guía, y si observan sus preceptos, todo no es sino por inspiraciones naturales de su corazón, pues que si en un tiempo (todavía en el año de 1860) se les inculcaba en la Universidad esas enseñanzas, en nuestra Escuela nunca las ha habido y casi son desconocidas, no obstante que son tan necesarias para la juventud, que poco avezada a las peripecias de la vida práctica, necesita ahora, más que nunca, de sabios consejos, de buen ejemplo y de la enseñanza de sanas y severas prácticas.
Para terminar, nos atreveríamos a afirmar sin hipérbole, del gremio médico mexicano, parodiando lo que decía del Cuerpo francés el célebre Conde de Salvandy: que por sus condiciones de estudios, por sus luces, por sus servicios, y, lo que vale más aún, por su abnegación siempre caritativa y frecuentemente heroica, es una parte esencial y considerable de la sociedad mexicana, y que su constitución importa a los intereses más caros y elevados del Estado.

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