sábado, 1 de noviembre de 2025

Réquien para los espantapájaros.

 

Réquiem para los espantapájaros.
¿Una advertencia?

Dr. Xavier A. López y de la Peña



Después de haber realizado recientemente un viaje cruzando por algunos estados del centro de México en autobuses comerciales, pude disfrutar la vista a través de ventanilla de lo habido en el trayecto lejos de mantener la mirada pegada al camino asfaltado y sus señalizaciones para conducir de manera segura y de forma casi monótona, dejando con ello de “mirar” al circundante entorno y que me llevó a reflexionar sobre los espantapájaros.
El espantapájaros por definición, es una cosa que por su representación o figura es causal de un infundado temor que el agricultor pone en sus sembrados y en los árboles para ahuyentar a los pájaros que los pudiesen dañar y que durante siglos ha sido una figura icónica en los campos agrícolas. Su función -de alguna manera-, ha sido a la vez tan práctica como simbólica representando la relación ancestral entre el ser humano y la tierra, y su existencia depende del miedo que inspira, y su eficacia reside en la ilusión de humanidad que proyecta.
            Así, me percaté casi de manera inconsciente de que en los múltiples y variados campos de cultivos por los que atravesé, no se veían los tradicionales espantapájaros por lo que me pregunté: ¿Por qué ya no se ven los espantapájaros en los campos mexicanos? Esta herramienta agrícola ahora ausente en el campo, a la vez, nos lleva a hacernos otra pregunta: ¿Qué somos, sino figuras entre el trabajo y la representación, entre la conciencia y el simulacro?
            Vamos por partes.
La historia y evolución de los espantapájaros está ligada, como hemos dicho, a la agricultura y los primeros registros conocidos se remontan al Antiguo Egipto (desde el Neolítico -10 000 a. C., época en que apareció y se generalizó la agricultura y el pastoreo de animales, dando origen a las sociedades agrarias-, hasta la época romana) donde los agricultores colocaban figuras representativas humanas en campos de trigo a lo largo del Nilo para proteger sus cultivos.
En la Grecia clásica, figuras del dios Príapo se colocaban en las zonas rurales, particularmente, donde la gente lo invocaba para asegurar la fertilidad de la tierra y el ganado; su apariencia grotesca y fálica servía para asustar a las aves y proteger los viñedos.
            Los espantapájaros del Japón feudal gobernado por shogunes (1185-1603) eran figuras hechas con trapos, sombreros y paja nominadas "kakashi" que los agricultores ponían en sus campos para espantar pájaros y otros animales.
En Europa durante la Edad Media (siglos V y XV) inicialmente los campos solían estar protegidos de sus aves por niños que se ocupaban de espantarlas, para luego empezar a emplear figuras humanas hechas de paja, vestidas con ropas viejas.
            Ya entrando al siglo XX a medida que avanzaba la tecnología e industrialización los espantapájaros, hasta entonces tradicionales, comenzaron a ser reemplazados por dispositivos más modernos: cintas reflectantes, redes anti aves, ruidos automatizados, emisores ultrasónicos y más.
También desaparecen los espantapájaros porque en algunas regiones han disminuido las aves a causa de la pérdida de sus hábitats, del uso de pesticidas que eliminan los insectos de que se alimentan un grupo de ellas, por los cambios climáticos o migratorios que sufren, por la sustitución de algunos cultivos como el maíz y el sorgo, por otros como agave, cítricos, aguacate o por el empleo de invernaderos. De igual manera, las generaciones jóvenes tienden a dejar atrás las tradiciones agrícolas al paso de la creciente urbanización y la migración que impulsan su abandono.
            Podría parecer trivial referirnos a la desaparición de los espantapájaros en los campos agrícolas; sin embargo, ello representa un ejemplo profundamente simbólico que refleja una transformación impactante en nuestra relación con la naturaleza y, especialmente, con lo natural. Esta relación es ahora casi virtual, en la que la tierra es vista básicamente desde la óptica de la eficiencia económica y la productividad sin, generalmente, consideraciones ecológicas. El espantapájaros es entonces una víctima más del mismo proceso que está llevando a la extinción de especies, de paisajes y de formas de vida ancestrales en la desconexión ocurrente entre lo humano y lo natural mediada por dispositivos que operan bajo un paradigma de control y rentabilidad, olvidando la armonía y el equilibrio de tiempos pasados.
El espantapájaros, entendido ya como símbolo de esa conexión humana con la tierra ha sido ciertamente, en parte, víctima de esta “extinción” que experimentamos en esta era geológica que vivimos en la que la actividad humana (antrópica) ha sido un factor de cambio que ha alterado drásticamente el clima y el medio ambiente en el planeta, y que se ha denominado como “Antropoceno”. Su desaparición podría considerarse entonces como una metáfora de la crisis ecológica global y de la manera en que nuestra civilización ha optado por reemplazar su relación simbólica con la naturaleza por una visión expoliadora, utilitarista y mecanizada.
Fue el químico neerlandés Paul Josef Crutzen, premio Nobel de Química en 1995 quien nominó en el año 2002 a esta era geológica como “Antropoceno” cuyo impacto nos está conduciendo a la considerada “sexta extinción masiva”, esto es, al evento en el que desaparece un alto porcentaje de la biodiversidad, con frecuencia el 75% o más de las especies, en un determinado período de tiempo.
Entre las causas contribuyentes a  esta “extinción masiva” está la llamada deforestación que es pérdida permanente de bosques y selvas, causada particularmente por actividades humanas como la agricultura, la ganadería, la tala y la minería, y por causas naturales como incendios, caza ilegal y otras, que llevan a la pérdida de biodiversidad (más del 70 % de los animales y plantas viven en áreas forestales), a la erosión del suelo, la alteración del ciclo del agua y la contribución al cambio climático al liberar carbono a la atmósfera. Por esta deforestación se calcula que cada año estamos perdiendo unas 50 000 especies de plantas y animales (incluidos insectos). 1
            Otra causa es la denominada defaunación, término acuñado por el mexicano doctor en biología, Rodolfo Dirzo Minjarez, que define como la extinción global, local o funcional de poblaciones o especies animales de comunidades ecológicas, particularmente de mamíferos de gran tamaño. Este autor señala que el número de especies que se han extinguido totalmente de la faz de la Tierra es cercano a 400 desde el año 1500 y que esta velocidad es entre cien y mil veces más alto de lo que normalmente ocurre cuando no hay procesos de extinción masiva. Señala también que: "De todos los insectos con tendencias poblacionales documentadas por la UICN [203 especies de insectos en cinco órdenes], el 33% están disminuyendo, con una fuerte variación entre órdenes". En el Reino Unido, "entre el 30 y el 60% de las especies por orden tienen tendencias decrecientes". Los insectos polinizadores, "necesarios para el 75% de todos los cultivos alimentarios del mundo", parecen estar "en fuerte declive a nivel mundial, tanto en abundancia como en diversidad", lo que se ha relacionado en el norte de Europa con el declive de las especies vegetales que dependen de ellos. El estudio se refería a la pérdida de vertebrados e invertebrados causada por el hombre como la defaunación antropocena.2,3
            En cuanto a las aves, incluido en ellos el orden de los pájaros (paseriformes), la disminución de ellos es también alarmante: el 11% de todas las especies se encuentran amenazadas, el 61% del total han registrado descensos en todo el mundo y tres de cada cinco especies de aves tienen poblaciones en merma. Esto representa un peligro para los ecosistemas ya que ayudan a polinizar las flores, dispersar semillas y controlar plagas.4
            Con este vistazo a unas aristas sobre la “extinción masiva” o “Antropoceno” ¿para qué queremos o necesitamos utilizar ya espantapájaros?
Este objeto constitutivo del umbral entre lo humano y lo artificial, simulación engañosa para los pájaros, símbolo del trabajo agrícola, del cuerpo que cuida la tierra, aún en su ausencia. Figura que tanto puede aterrorizar entre el ser y parecer, como representar la soledad, el abandono o la persistencia.
Podría considerársele también como un objeto apotropaico, -esto es, utilizado para alejar el mal o protegerse de él, de malos espíritus o de algo mágico o maligno en particular como ocurre con las gárgolas o la figura del dios Príapo referida arriba.
El espantapájaros es, así, un objeto y figura existencial sin existencia, con una función que no entiende y en medio de algo que no le pertenece ni lo reconoce ni le importa.

Finalmente, como paradoja para nuestro tiempo Antropoceno (o de la “Sexta Masiva Extinción”), el espantapájaros, como un objeto humano creado para ahuyentar la vida, se ha convertido en el ausente espantapájaros del planeta que se mantiene en la sombra, avizorando hacia un horizonte vacío y árido sin aves que ahuyentar ni semillas para sembrar. Recordatorio de lo que hemos perdido y de lo que aún podríamos recuperar.
Así habla esta composición o réquiem que se podría llegar a cantar con el texto biológico aprisionado tras el pentagrama de la vida en una misa de naturaleza difunta, si no nos preocupamos y ocupamos en darle necesaria y urgente solución.


1 . https://es.wikipedia.org/wiki/Deforestaci%C3%B3n
2 . https://www.gaceta.unam.mx/defaunacion-en-los-linderos-de-la-sexta-extincion-masiva/
3 . Dirzo, Rodolfo; Young, Hillary; Galetti, Mauro; Ceballos, Gerardo; Isaac, Nick; Collen, Ben (25 de julio de 2014), «Defaunation in the Anthropocene», Science 345 (6195): 401-406, PMID 25061202, doi:10.1126/science.1251817.
4 . https://www.infobae.com/espana/2025/10/13/mas-de-la-mitad-de-las-especies-de-aves-del-mundo-estan-en-declive-los-lideres-se-reunen-para-abordar-la-crisis-de-extincion/

miércoles, 1 de octubre de 2025

Hybris de la IA y su Némesis.

 

Hybris de la Inteligencia Artificial y su Némesis 

La IA como símil prometeico de la chispa robada a los dioses,
si no se diseña y utiliza con límites se convertirá en apocalíptico incendio.
Su némesis será la frontera de aquello que quiso sustituir,
Imagen generada con IA

la fragilidad, inteligencia, memoria y dignidad de lo humano.


Dr. Xavier A. López y de la Peña

La disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana, como el aprendizaje o el razonamiento lógico, es la que se ha dado en llamar Inteligencia Artificial (IA), término acuñado en 1955 por John McCarthy, profesor asociado de matemáticas en el Dartmouth College, EUA, al organizar un panel de ideas para desarrollar “máquinas pensantes”.
La IA podría equipararse entonces como un instrumento tecnológico que llamaríamos prometeico. De Prometeo, el ingenioso Titán mitológico griego que trajo el fuego robado a los dioses para dárselo a la humanidad, por lo que se le simboliza entonces como figura bienhechora y protectora de los mortales, de la prosperidad el progreso y la civilización.
            Sin embargo, el enorme potencial que nos ofrece esta IA puede caer en una catastrófica hybris tecnológica, esto es, el creer que podemos controlarlo todo.
Etimológicamente el vocablo hybris proviene del griego antiguo ὕβρις (hýbris), que significa arrogancia, altanería, insolencia, desmesura, exceso o desenfreno. Se asociaba con el verbo υβρίζω (hybrízō), que implicaba un comportamiento arrogante, la provocación y el insulto hacia otros, así como la transgresión de los límites humanos y divinos, llevando a la transgresión y a la ruina del individuo que cae en ella. Como consecuencia actuaba entonces la diosa de la mitología griega Némesis, diosa de la justicia retributiva que se encargaría de castigar dicho descontrol o desenfreno: la hybris.
Su némesis entonces, sería la consecuencia de su exceso y defectos con respuestas varias como -entre otras-, la pérdida de autonomía humana, desigualdad económica y social extrema, o de tecnologías fuera de control.
De entrada, la IA ya tiene su némesis en problemas externos e internos que ponen en jaque su desarrollo:
Entre los primeros está la enorme demanda de energía, agua e insumos que se requieren para su operación y puesta en marcha. De hecho, la Agencia Internacional de la Energía estima que el consumo mundial de electricidad de los centros de datos computacionales tendrá una cifra que podría superar los 1,000 Tera vatios-hora (TWh) en 2026, lo que representa aproximadamente el equivalente a todo el consumo eléctrico de Japón.
Un informe de 2024 estimó que, en 2023, los centros de datos de EU consumieron 64 mil millones de litros de agua directamente a través de la refrigeración; simplemente en 2022, Google utilizó 19,700 millones de litros (5200 para refrigerar sus centros de datos y proyecta que para 2028, esas cifras podrían duplicarse, o incluso cuadruplicarse.1
En cuanto al costo de insumos se estima que el chip cuántico de Google Sycamore, una de las tecnologías de procesamiento cuántico de Google, tuvo un costo superior a los 50 millones de dólares para su desarrollo y, además, no está a la venta.
En el terreno ético, su némesis se da en primer lugar cuando reemplaza vínculos humanos esenciales en la socialización, educación, cuidado, creatividad, innovación y otras que contribuyen a la pérdida de lo inherentemente humano como núcleo de la civilización; cuando se le utiliza para explotar vulnerabilidades como ocurre con la pornografía no consentida o la manipulación emocional en varios órdenes; cuando produce injusticias como la discriminación, inequidad y cuando se generan datos sesgados que pueden conducir al racismo, sexismo o sectarismo.
            Socialmente la IA tiene como némesis diversas reacciones humanas frente a sus abusos como lo es la desconfianza pública y el rechazo ante las llamadas deepfakes (imágenes, audios o videos manipulados o creados utilizando IA) y la manipulación electoral y el surgimiento de varios movimientos culturales como la defensa del arte humano frente a la creación automatizada.
Por ejemplo, la IA llamada generativa tiene la capacidad de crear algo nuevo y original a partir de los datos que ha aprendido -de múltiples autores-, ya en imágenes, audio, video o código, basado en un modelo denominado deep learning o aprendizaje profundo, para generar respuestas, ideas o elementos completamente nuevos en lugar de simplemente procesar o analizar información existente, pero sin que en ello intervengan vivencias o experiencias, emociones o intenciones; es pues una máquina que crea emulando y combinando patrones sin sentido humano. Es, de esta manera, un producto de “creatividad algorítmica”sin alguna intencionalidad ni emotividad humana.
La IA aplicada particularmente en el campo de la salud modela una frontera emergente y prometedora, pero, sin embargo, plantea múltiples y serios desafíos bioéticos trascendentes a saber:
En primer lugar, está la despersonalización en la atención y el cuidado médico. La IA puede afectar el contacto interpersonal paciente-médico rompiendo la comunicación bidireccional y empática entre ellos, eliminando el vínculo vivencial-emocional terapéutico en detrimento de su atención y promoción al bienestar.
Confidencialidad y privacidad en los datos de salud. Se mantiene latente la preocupación de cómo mantener y proteger estos datos extremadamente sensibles ante el riesgo de que pudieran ser hackeados o utilizados sin el consentimiento adecuado del sujeto y que pudieren ser utilizados para discriminar o explotar en contextos de los seguros de salud o empleos.
También existen barreras en la claridad y transparencia acerca de las conclusiones que la IA ofrezca para tomar decisiones en situaciones de salud críticas, como consecuencia de posibles sesgos u omisiones en la programación que pudieran haberle dado sus propios desarrolladores y la dificultad de entender, cabalmente, cómo demonios la máquina llegó a llegar a estas decisiones. Aún más, ¿quién se responsabilizará por ello si el resultado del diagnóstico o el tratamiento fueron inapropiados?
            La posibilidad de manipular con la IA datos de salud para favorecer ciertos intereses corporativos para promover el empleo de medicamentos o procedimientos médicos innecesarios (consultas “preventivas”, análisis de laboratorio o de gabinete varios) también están en la mira.
            Para otorgar un consentimiento informado ¿Cómo se puede garantizar que el paciente comprenda y consienta de manera correcta en uso de la IA en su diagnóstico y tratamiento? Se abre entonces la posibilidad de dar entrada a un paternalismo tecnológico en la atención de la salud priorizando la decisión “algorítmica” sobre la autonómica humana.
            El empleo de la IA por su altísimo costo actualmente tampoco está al alcance de todos, particularmente en países en vías de desarrollo y poblaciones vulnerables por lo que se hace necesario que se implementen políticas públicas que fomenten la distribución equitativa de la tecnología para garantizar que se eliminen las disparidades en la salud frente a esta novedosa herramienta.
            Es necesario también intervenir en la regulación de la mejora humana cognitiva y física con empleo de la IA con limitaciones en la modificación o mejoría de las capacidades humanas más allá del tratamiento de enfermedades, como el caso de la mejora cognitiva o el uso de tecnologías para modificar genéticamente a un paciente.
            ¿En dónde quedan la responsabilidad y el control legal con el uso de la IA? ¿En el desarrollador, en el proveedor, en el profesional de la salud que lo utiliza o en el propio paciente?
            ¿Quién cubre los daños y los compensará?
Dicho de otra manera, la némesis despierta y alerta sobre la necesidad de frenar, corregir o incluso prohibir ciertos usos de la IA. No es un único enemigo externo el que tiene, sino un conjunto de límites naturales, éticos, sociales y tecnológicos que emergen como respuesta a su propia hybris determinada en su crecimiento acelerado.
Además, la infraestructura de la IA puede ser susceptible a fallos involuntarios o ataques premeditados lo que puede llevarnos a un “apagón digital” que interrumpiría servicios tan esenciales como agua, transporte y hospitales; bloqueo en la comunicación y la información que paralizaría la actividad económica; pérdida de datos de gran importancia, daños a la cadena de suministros y a varios servicios tecnológicos entre ellos interconectados.
Los riesgos de un apagón digital son generalizados e incluyen la interrupción de servicios esenciales (agua, transporte, hospitales), la pérdida de acceso a información y comunicaciones, la paralización de la actividad económica y la potencial violación de derechos fundamentales como la libertad de expresión. Un apagón también puede causar pérdidas de datos, fallos en la cadena de suministro y un impacto económico severo, además de exponer la vulnerabilidad de los sistemas tecnológicos interconectados. Por ello, la Agencia Europea de Ciberseguridad subraya que los sistemas energéticos del futuro deberán ser más resilientes, incorporando fuentes de energía descentralizadas (como microrredes solares o baterías comunitarias) para evitar apagones totales, entre otras medidas urgentes.3
Finalmente deberemos no olvidarnos que ya desde el año 1968, en pleno apogeo del movimiento contracultural, el filósofo y novelista estadounidense Theodore Roszak expresaba sus ideas sobre el papel de la ciencia y la tecnología en el mundo contemporáneo; aplicable ahora en nuestro caso a la IA diciendo:
Cualesquiera que sean las aclaraciones y los adelantos benéficos que la explosión universal de la investigación produce en nuestro tiempo, el principal interés de quienes financian pródigamente esa investigación seguirá polarizado hacia el armamento, las técnicas de control social, productos comerciales, la manipulación del mercado y la subversión del proceso democrático a través del monopolio de la información y el consenso prefabricado.4
Liberémonos -en la medida de lo posible- del llamado Síndrome de Frankenstein que se refiere al temor de que las mismas fuerzas utilizadas por el ser humano para controlar la naturaleza se vuelvan contra nosotros, destruyendo a la humanidad,5 por ello digamos:

Escúchame IA.
Yo, tu Némesis, no soy tu enemiga,
soy tu frontera.
Y en esa frontera,
se medirá la grandeza de la humanidad que te creó.


1. https://www.eleconomista.com.mx/arteseideas/china-toma-delantera-llevar-inteligencia-artificial-espacio-20250526-760733.html
2 . Ricardo Martínez. Inteligencia artificial: transforma el arte y redefine la creatividad. noviembre 15, 2024. https://unamglobal.unam.mx/global_revista/inteligencia-artificial-transforma-el-arte-y-redefine-la-creatividad/
3. https://es.gizmodo.com/apagones-en-la-era-digital-que-tan-vulnerables-somos-realmente-2000162872
4 . The Making of a Counterculture; From Satori to Silicon Valley is based on Roszak's 1985 Alvin Fine Memorial Lecture at San Francisco State University.
5. https://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%ADndrome_de_Frankenstein

lunes, 1 de septiembre de 2025

Homo desertor.

 El humano como desertor
de la naturaleza. 

Durante mucho tiempo nos han hecho creer que somos la humanidad
y nos hemos alienado de este organismo del que formamos parte, la Tierra,
pensando que ella es una cosa y nosotros somos otra: la Tierra y la humanidad.
No percibo que haya algo que no sea naturaleza. Todo es naturaleza. El cosmos
es naturaleza. Todo en lo que consigo pensar es naturaleza.
 
Ailton Krenak. El mañana no está a la venta.

Dr. Xavier A. López y de la Peña.
 

Homo” es el género (unidad para la clasificación de organismos) al que pertenecemos los humanos modernos y otras especies extintas de homínidos, y el adjetivo y sustantivo “desertor” es una palabra del latín “desertor, desertoris”, que significa “el que abandona” y que se deriva a su vez del verbo latino “deserere”, que significa “abandonar, separarse de”. Este verbo se forma a partir del prefijo “de” (separación) y el verbo “serere” (enlazar, entrelazar). Por lo tanto, “deserere” implica deshacer o cortar la conexión con algo. Por todo ello consideramos que con el título de este ensayo “Homo desertor” nos referiremos a la desconexión u oposición del ser humano con la naturaleza, es decir: Homo ut desertor vel contra naturam.
    El ser humano primitivo haciendo conciencia de su entorno natural, de sí mismo y de los otros, mirando al cielo estrellado e interpretando los fenómenos naturales ocurridos, empezó a discurrir también sobre la pertenencia (lo mío y lo tuyo), su lugar (aquí o allá), lo bueno y lo malo, lo sano o enfermo, la vida y la muerte, y la posible trascendencia. Se preguntó así también sobre todo ante sus ojos: el ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿para qué? e inició su camino en la búsqueda de su lugar en la naturaleza y sintió que debía salir de la piel del mundo para conquistarla, conocerla, poseerla. Corrió entonces hacia su dominio y control como un primer paso hacia su deserción de la naturaleza.
    La historia de la humanidad podría entonces no ser considerada como una historia de conquista, sino como una historia de huida: huida de lo que es natural, de lo que es incontrolable, de lo que está fuera de sus límites. Este movimiento de deserción no ha sido inconsciente, sino que se ha tejido, con deliberada atención, a través de milenios, como una serie de decisiones que, en su conjunto, han ido desgarrando el lazo sagrado entre el ser humano y la naturaleza.
    El pacto con la naturaleza entonces se rompe y, al no entender o comprender algo, le otorgó a ello un origen sobrenatural abriendo el camino hacia lo divino, el ser humano renunció pues a lo mundano, haciendo que lo terrenal ya no fuera suficiente para él. Se distanció de las raíces profundas que lo mantenían amarrado a la tierra y como una flecha lanzada hacia lo eterno, el ser humano, en su ansia por trascender, comenzó a perder el sentido de lo que lo unía a lo vivo y se sumergió entonces en un mundo creencial.
    Pronto, los generosos frutos que la tierra le ofrecía ya no fueron simplemente vistos como constitutivos de un lugar-hogar, sino como un territorio a conquistar. Así, con la llamada Revolución Neolítica el ser humano dejó de ser un habitante y se convirtió en un domesticador. La caza y la recolección dieron paso a la agricultura, y con ella, la sujeción de la tierra a un fin concreto, a una utilidad. La naturaleza dejó ya de ser algo que se vivía, algo con lo que se compartían ritmos y ciclos, y se convirtió en un objeto que debía ser trabajado, controlado, manipulado.
    Comenzamos a alterar los paisajes, a deforestar los bosques y transformar ecosistemas completos para el cultivo y la crianza de animales. Este cambio supuso la “primera gran ruptura” con un modo de vida más integrado con la naturaleza, marcando el principio de la desconexión o deserción que ha continuado hasta nuestros días.
    La naturaleza, que una vez fue madre y sustento, pasó a ser solo una explotable fuente de recursos. Pero esta apropiación más que material fue simbólica. Al comenzar a ver el mundo como una extensión de su propia voluntad, el ser humano comenzó a desconectar lo sagrado de lo natural. La relación con la tierra se hizo instrumental, y lo divino, lo trascendente, ya no residía en el viento ni en el río, sino en el más allá: un lugar al que debía llegar por encima de las leyes naturales, por encima del ciclo de la vida y la muerte. A través de la razón, se alzó como señor y dueño de su destino, como si pudiera escapar del tiempo mismo, de las estrellas y la tierra que lo formaban.
    La ruptura definitiva con la naturaleza se da desde el momento en que el ser humano se siente dueño de su propia mente. A partir de la Antigüedad clásica, con Platón y Aristóteles, la razón se erigió como el gran distintivo del ser humano. Mientras los animales siguen siendo seres que sienten, pero no piensan, el ser humano es el único que tiene alma, razón y conciencia. Esta división entre lo racional y lo irracional (lo humano y lo animal) se convierte en la gran piedra angular de la cultura occidental, y a su sombra, el ser humano se erige entonces como un ser desertor de la naturaleza.
    El pensamiento cartesiano lo refuerza. Cuando René Descartes introduce su famosa máxima: Cogito, ergo sum (pienso, luego existo) reduce el mundo a una pura idea, al separarlo de lo sensible, el ser humano se distancia aún más de lo vivo, de lo orgánico. La naturaleza ya no es algo que se vive y siente, sino algo que se observa desde fuera, desde una posición elevada, desde una mente que la controla, que la observa, que la racionaliza.
    La razón, entonces, no solo separa al ser humano de los animales; lo separa del mundo mismo. Ya no se ve a sí mismo como parte de un flujo eterno, de un ciclo biológico que lo conecta con todo lo vivo. Ya no forma parte de una naturaleza que lo acoge, que lo alimenta. Ahora se ve como una entidad autocontenida, destinada a dominar la tierra, a subyugar los elementos, a modelar el mundo según sus propios designios.
    La modernidad, la ciencia y la tecnología completan esta deserción del ser humano respecto a la naturaleza. El ser humano ya no solo ha escapado del bosque, sino que ha construido un nuevo mundo, uno donde la naturaleza es solo un recuerdo, una imagen arcaica que se conserva en los parques o en los documentales.
    Con la industrialización, el ser humano ha pasado de ser un artesano de la naturaleza a una máquina que se ha aislado en un espacio propio, cerrado, artificial. La tecnología le ha permitido crear su propio universo, apartado del ritmo de las estaciones, del ciclo de la vida. Y, a su vez, ha hecho que la vida misma se reduzca a un proceso mecánico, automatizado y lleno de confort. El ser humano ha dejado de ser sujeto de la naturaleza para convertirse en objeto dentro de una red que él mismo ha tejido.
    La inteligencia artificial, los algoritmos, las redes sociales, los teléfonos móviles… son todos signos de esta huida hacia un espacio que, aunque nos parece más vasto y prometedor, en realidad nos ha reducido, nos ha alienado. Ya no sentimos el sol sobre la piel con la misma intensidad que nuestros antepasados. Ya no escuchamos la lluvia como algo que nos habla en susurros. Estamos rodeados de “no-lugares”: esos espacios sin identidad, sin historia, donde ya no hay contacto con el elemento natural, donde los seres humanos se convierten en meros cuerpos que se desplazan, se comunican y consumen sin cesar en hábitats sintéticos.
    En esta deserción, el ser humano ha acumulado toda una carga de nostalgia, aunque sin saber bien de qué. Es así que aquellos que más lejos están de la naturaleza son los que más la idealizan. Los parques o bosques “urbanos”, los jardines artificiales recreando espacios geométricos, los spas que ofrecen tratamientos, terapias o sistemas de relajación, utilizando como base principal el agua, generalmente corriente, no medicinal; los eco-lugares turísticos, etc., en los que todos parecen ser lugares de solaz y recreo que intentan revivir algo perdido, algo que se quiere recuperar, pero que ya no se sabe cómo. Al igual que el ser humano que deserta de su origen, la naturaleza, en nuestra mirada, se convierte en algo nostálgico, algo que se añora, se busca, se recrea y se representa, pero que ya no se habita.
    Así, el ser humano, en su afán por trascender, ha creado un mundo que ya no le pertenece. Ha desertado de un mundo que ha perdido la frescura natural del aire, la estrepitosa vitalidad del río, la quietud del bosque y la sonoridad de los variados ruidos de la naturaleza, para habitar ahora en un mundo apiñado, climatizado, geométrico, de hormigón y acero, con ruido motriz y ulular electrónico, con luz artificial, hablando con máquinas y donde se olvida que el ser humano no solo es una mente que piensa, sino también un cuerpo que siente, una persona que se alimenta del mismo suelo y que comparte los mismos procesos, ritmos, genes y sangre con los otros seres vivos.
    Pero… tal vez no sea demasiado tarde. Seguramente el ser humano no pueda regresar a su estado original, a su conexión primigenia con la Tierra. Pero hay algo que puede hacer: Reconocer que somos naturaleza, que nuestra esencia y nuestra existencia más profunda -a pesar de todo-, está imbricada con el resto del mundo natural.
    En esta época de deserción, la conciencia se convierte en el primer paso hacia la reconciliación. Y tal vez, solo tal vez, esa conciencia sea el germen de un nuevo despertar: uno en el que el ser humano, ya no como dueño, sino como parte, pueda aprender a habitar aún la Tierra en equilibrio con reverencia, con humildad y con respeto.
No se trata de regresar a un pasado imposible ni de huir hacia un futuro artificial, sino de redescubrir lo que significa ser y estar en este mundo junto a todos los seres que lo habitan, respirando y compartiendo juntos el mismo aire, sintiendo el mismo sol. Y si hemos de ser desertores, que nuestra huida no sea hacia la nada, sino hacia la redención: una redención que nos permita volver a ser parte de lo que alguna vez fuimos.
Finalmente, el ser humano es definitivamente un desertor de la naturaleza, sí, y lo ha hecho con prepotencia, soberbia, miedo y ambición. Ha creado un mundo que lo separa irremediablemente de la naturaleza. Pero esa deserción no es necesariamente nefasta. Lo que se necesita para transitarla no es ya nostalgia, sino conciencia interactiva con ella. No una regresión, sino una transformación profunda de la mirada.
    Ser tanto más natural no significa renunciar a la cultura, sino reconocer que toda cultura tiene raíces biológicas, ecológicas, terrenales. Y que, si cortamos esas raíces por completo, nos convertimos en un árbol que ya no sabe de dónde viene, ni cuánto tiempo más podrá mantenerse en pie enfrentado a nuestros ya apremiantes desafíos ecológicos globales.

Bibliografía:

Oriol y Anguera, A. (1989). Antropología médica. Ed Interamericana, S.A. de C.V., México.
Davi Kopenawa y Bruce Alberts. (2023). La caída del cielo. Palabras de un chamán Yanomami. Traducción de Emilio Ayllón Rull y Jesús García Rodríguez. Capitán Swing.
Latour, B. (1991). Nunca fuimos modernos: ensayo de antropología simétrica (V. L. Riego, Trad.). Ediciones Paidós.
Aiton Krenak. (2020). El mañana no está a la venta. Companhia Das Letras.

viernes, 1 de agosto de 2025

Pertenencia.

 

Pertenencia a una profesión.

También esta noche, Tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mí
la aspiración de luchar sin descanso
por una altísima existencia.
 
“Fausto”, de Johann Wolfgang von Goethe


Dr. Xavier A. López y de la Peña

El médico cirujano norteamericano David H. Galloway (1852-1944) publicó en el año de 1896 algunas de sus experiencias profesionales en la ciudad de Aguascalientes, México.1
            En una de ellas da cuenta de que estando asistiendo a un joven mexicano gravemente enfermo en una pierna por una infección, hubo de improvisar prácticamente todo en ello para curarle; desde el lugar para intervenirle quirúrgicamente, quién o quiénes podrían asistirle, qué instrumentos y equipos habría de necesitar y hasta cómo habría de hacerlo.
            Las condiciones en las que trabajó fueron deplorables y de mucho riesgo, tanto que mientras le intervenía quirúrgicamente hubo de lanzar, el propio cirujano, múltiples baldes con agua hirviendo a la multitud inquieta y amenazante que se apiñaba en la puerta de entrada de la habitación en la que estaba operando al paciente y que gritaban: “¡lo están despedazando!, ¡lo están matando!, y más”, para que dejaran entrar la luz -ya que la habitación en que operaba no tenía ventanas-, y poder continuar con su procedimiento quirúrgico. En esta intervención fue auxiliado con la anestesia (cloroformo) dada por un dentista también norteamericano Frank C. Doty y con la asistencia de un niño de apenas 14 años.
Continuó con su trabajo a pesar de los insultos proferidos por la enardecida población y la abrupta intromisión de un familiar físicamente agresivo al que sometió el mismo cirujano con escalpelo en mano, gritándole (en inglés, por supuesto porque no hablaba español) y amenazándole con “arrancarle el hígado” si no se retiraba de allí de inmediato. El cirujano no detuvo su trabajo aún y a pesar de que el dentista que le ayudaba le pedía dejarlo ya, y solicitar asistencia a la guardia de la localidad.
            Al fin, todo salió bien después de un largo tiempo de recuperación postoperatorio y este suceso me llevó a reflexionar sobre el qué nos hace “pertenecer a una profesión” porque, independientemente de las dificultades que este médico cirujano afrontó, del riesgo que corrían él y sus auxiliares, el deseo de servir y ayudar al semejante con graves problemas de salud imperó en su conducta revelando en él, con esta única manifestación, una clara y espléndida “pertenencia profesional a la medicina”.
De hecho, lo que nos hace íntimamente pertenecientes a una profesión no es solo el título en ello adquirido, los honorarios o el salario percibido por el servicio o la rutina ejecutada en su práctica, sino un conjunto más profundo de elementos tanto personales, como éticos y existenciales en ello involucrados. Veamos algo de ello.

El filósofo alemán Martin Heidegger en su obra "Ser y Tiempo" de 1927 sostiene que la esencia del ser humano no está en el "tener" o en el "hacer", sino en el "ser", o mejor aún en el “poder-ser” que, aplicándolo al ejercicio de una profesión, se entendería como que todo lo que se hace en ella es parte de nuestra forma de estar en el mundo.

Para el sociólogo, también alemán, Max Weber, ejercer una profesión es responder a un “llamado” o vocación cuya pertenencia se alcanza cuando la persona entiende y vive su trabajo como una expresión de su destino tanto moral como social; y para el francés Jean-Paul Sartre que en su filosofía afirma que el ser humano está condenado a ser libre, refiere que la profesión “es” un acto de libertad, algo que nos define por dentro no por fuera, un acto de responsabilidad ante uno mismo.
En fin, para “pertenecer a una profesión” primero hay que sentir el llamado hacia ella, esto es, la vocación que lleva implícito un propósito determinado e identificarse con ésta sintiendo que tu manera de pensar, percibir y actuar se amolda de forma natural con las exigencias y valores de esa práctica, y aceptando con orgullo la responsabilidad moral que ello conlleva, y reconociendo y aprendiendo de nuestros errores para corregirlos y evitar repetirlos en adelante. De igual manera, es necesario demostrar maestría y pasión en ella esforzándonos en aprender y mejorar continuamente, innovando y creciendo tanto en sus habilidades como en la práctica.
Sábese que cada profesión posee un lenguaje, ceremonias o rituales, así como ciertos códigos no necesariamente escritos que deben ser entendidos, respetados y seguidos. Al hacerlo, gratamente se percibirá sentirse parte de ella, compartiendo conocimientos, valores, deseos y reconocimiento mutuo en la labor cotidiana; valorando a los colegas como pares, defendiendo la dignidad de la práctica y compartiendo éxitos y fracasos, memoria e historia en su hacer de cada día.
Dentro de la pertenencia a una determinada profesión está también la obligación de cumplir con las responsabilidades en ella adquiridas con puntualidad, ética y calidad, incluso en momentos difíciles; actuar con honestidad, respeto y transparencia; respetar las normas, leyes y principios que rigen la profesión y tratar a colegas y clientes con honestidad, equidad y dignidad; ser consciente del impacto de tus acciones; buscar mejorar tus habilidades y conocimientos constantemente y estar abierto a nuevas ideas, críticas constructivas y cambios.
            Todo lo dicho anteriormente no tiene nada de nuevo a lo ya referido incansablemente por muchos pensadores, así que a esta aproximación que puede sonar como catequística y sermonial (vocablo derivado de la palabra inglesa «sermon», que significa discurso religioso o moral. Puede interpretarse como una metáfora de guía o sabiduría) contrapone al profesional con la realidad actual.

¡Si!, la pertenencia a una u otra profesión, se enfrenta ahora a la realidad de un mundo globalizado, dado por la interconexión y dependencia de las naciones a través de los flujos de capital, información, mercancías, personas y cultura; capitalista cuyo sistema económico es dominante en el mundo moderno y caracterizado por la propiedad privada de los medios de producción, la competencia en los mercados y la búsqueda del beneficio económico, y mercantilista, centrado en la acumulación de riqueza en donde la búsqueda de la rentabilidad suele entrar en conflicto con los principios éticos.
Bajo estas circunstancias los médicos, al igual que otros profesionales, necesitan sentir a profundidad que su trabajo es útil a la sociedad y que su papel en ello es justamente valorado. No obstante, cuando se le oponen barreras políticas, económicas, sociales y laborales, suelen sentir una desconexión con su vocación. Experiencia que ha dado en llamarse como "despersonalización" en la medicina, donde el médico empieza a ver al paciente más como un caso, un cliente o un número que, como una persona, lo que lleva a afectar directamente a su atención.
De hecho, en México, como en muchos otros países los sistemas de salud suelen ser deficientes y desorganizados y, por tanto, las políticas públicas no suelen estar orientadas a la mejora de las condiciones laborales del personal de salud (médicos, enfermeros y otros) ni de proporcionar un equitativo acceso a los servicios de salud a la población general. Situación que genera limitación y frustración en el profesional ante el desorden y las deficiencias del sistema.
            También suelen enfrentarse a una burocracia y regulación excesiva cargada de trámites administrativos que obstaculizan su capacidad de enfoque en el paciente, lo que puede ocasionar una “desconexión” emocional con la profesión.
A laborar en sistemas de salud públicos mal remunerados donde se reciben salarios relativamente bajos si se comparan con los obtenidos en la práctica privada, les puede hacer sentir como “poco valorados”.
            Laborar con recursos limitados (ya por crisis económicas, recortes de presupuesto en salud, mala administración, mala distribución, corrupción y otros) para realizar procedimientos necesarios, escasez de medicamentos y equipos, y la sobrecarga de trabajo reducen la calidad de vida de los profesionales, sus capacidades operativas y su conexión con su vocación.
            Verse limitado en recursos, sobrecargado de trabajo, mal pagado e inadecuadamente valorado suelen ser combinaciones determinantes para que el profesional ejerza un trabajo deficiente y limitado, que a la luz pública suele percibirse como un servicio que no siempre se brinda con atención comprensiva y humana, haciendo que algunos profesionales se sientan no completamente aceptados dentro de la comunidad.
Ante este breve panorama, el sentido de pertenencia, en este caso de la medicina, como hemos visto no está lleno de dificultades. Hay que enfrentarse entonces a una serie de barreras estructurales y emocionales que, de no ser abordadas, pueden generar un sentimiento de desilusión con la profesión. A pesar de esto, muchos profesionales encuentran formas de superar estos obstáculos, reconociendo la importancia de su labor y buscando redes de apoyo que les permitan mantenerse conectados con su propósito.
Hay pues la necesidad de que el profesionista, además, sea ahora capaz de adaptarse a la globalización y las nuevas tecnologías accediendo a una educación de calidad desde cualquier parte del mundo a través -si ello es posible-, de plataformas de aprendizaje online y de recurrir al teletrabajo y al networking digital, si ello fuere necesario.
A participar en nuevas formas de activismo profesional para sortear posibles obstáculos tanto sociales como culturales para abogar por la igualdad de oportunidades y el reconocimiento de sus derechos. Ejerciendo acciones para influir en decisiones políticas y legislativas a través de la comunicación y la presentación de argumentos a favor de nuestros intereses profesionales o lobbying, enfocado en la formulación de políticas públicas que impacten en la profesión para la creación de mejores condiciones económicas, sociales, políticas, legales y laborales, y la promoción de la justicia social y económica.
            Resiliencia para lidiar contra la corrupción y la burocracia estableciendo conexiones con otros profesionales para diseñar y operativizar determinadas acciones contra ello. Ante la gran competencia en el mercado laboral, hay que sacar adelante la creatividad y capacidad profesional, mejorar el pensamiento crítico, la innovación y la adaptación a las crecientes demandas del mercado.
            Ante el mercantilismo que nos rodea, la búsqueda de la rentabilidad suele entrar en conflicto con los principios éticos como ya citamos. Por ello, hay que luchar por trabajar con prácticas justas, sostenibles y éticas, lo que no solo nos posicionaría como líderes en nuestro campo, sino que también puede atraer a clientes o empleadores comprometidos con la ética corporativa.
            Aguzar, dentro de las tendencias emergentes a la adaptación profesional la mentalidad de crecimiento que permite a los profesionistas enfrentarse a fracasos, aprender de ellos y reinventarse según lo exija el mercado.
Empoderamiento a través del emprendimiento creando sus propias empresas o startups para tener control sobre su carrera con lo que se permite eludir las limitaciones del sistema laboral tradicional creando nuevos modelos de negocio.
Sea como sea y de forma personal, si carecemos de recursos busquemos activamente la forma de improvisar y dar factibles soluciones. Si el trabajo es tedioso, buscarle aristas satisfactorias. Por ejemplo, recopilar información sobre lo que hemos hecho en determinado tiempo, reconocer aciertos y errores, frecuencias, porcentajes, comparaciones y otras (esto es investigación) y con ello saber qué hemos hecho y por tanto cómo mejorarlo y corregirlo o, inclusive, hacerlo menos tedioso.
            Si la lambisconería y la corrupción imperan en el ambiente de trabajo para solapar deficiencias, irregularidades u otros defectos, habrá que sostenerse en la vía del bien hacer profesional que nos mantenga al margen de esta práctica y, con el ejemplo seguir ejerciendo nuestro trabajo mirando siempre el interés en la salud del paciente. Podría entonces poder decirse, si es que se labora en determinada institución pública de salud, que se es NO INSTITUCIONAL; esto es, estar al servicio de los intereses del paciente al que servimos, no como veladores del interés institucional.
Propugnar porque las posiciones directivas de la institución se consigan por méritos y capacidad profesionales, no por amiguismos, premios políticos, compadrazgos, u otros varios e inenarrables justificaciones.
En resumen, para sortear obstáculos sociales, económicos, políticos y laborales, los profesionistas actuales deben sentir y expresar con sus acciones su pertenencia a la profesión, ser honestos, responsables, equitativos y justos, además de adaptables, creativos, resilientes y continuamente en formación.
La clave actual para ello está en la flexibilidad personal y la capacidad de construir redes globales, -si ello fuere necesario y oportuno-, lo que les permitiría aprovechar las oportunidades que ofrece el entorno globalizado y, al mismo tiempo, sortear las dificultades impuestas por el contexto capitalista y mercantilista tanto en el hacer en la esfera pública como en la privada. Sólo así se podrá observar cómo la pertenencia a una profesión se convierte en un reflejo de las concepciones más amplias sobre el individuo y su relación con su servicio a la sociedad.

 

En todo caso, habrá de seguir lanzando baldes con agua hirviendo

contra los ignorantes, estúpidos, incapaces y corruptos que impiden la entrada de luz y obstaculizan o impiden nuestro hacer y pertenecer profesional, bajo cualquier circunstancia.



1 . Galloway D. H. Experience of an American physician in Mexico. Operating for suppurative lymphangitis under difficulty. – Taking his one medicine. - Strychnia poisoning. JAMA. 1896;27(24):1235-1238.

martes, 1 de julio de 2025

Sobre el olor.

 

Sobre el olor.
¿A qué huele lo que olemos?

Los libros, las librerías y las bibliotecas huelen a palabras, frases,
ideas, recuerdos, historias y pensamientos profundos o fútiles;
nos enseñan, distraen o advierten, nos agradan, disgustan o confunden,
pero… siempre huelen y olerán gratamente.

Dr. Xavier A. López y de la Peña



Al principio me asaltó la idea de hablar sobre “El olor a la guayaba”, pero no como referencia al libro publicado en 1982 por Gabriel García Márquez sobre sus conversaciones con Plinio A. Mendoza, cuyas líneas delinean los recuerdos, lugares, la vitalidad y la nostalgia exótica y a la vez fragante (tipo de “olor” que queda, -por llamarlo así, en la mente del lector) de la vida caribeña en la que se desenvuelve la trama: No.
            Me interesó tratar algo sobre el olfato o, con más propiedad, a la capacidad que tenemos de oler algo a través de este nuestro sentido olfatorio tan poco estudiado, entendido y apreciado en comparación con los otros.
            Su definición por el diccionario de la Lengua Española es -para mí sublime-, pues la refiere como la impresión que los efluvios (emisión de partículas sutilísimas) producen en el olfato.

Pero… ¿Por qué ¿qué y para qué olemos?   

El “oler” es un mecanismo evolutivo adquirido de defensa para nuestra supervivencia (y de otros animales) a través de nuestro órgano del olfato, ya para la elección de alimentos, de pareja en la reproducción sexual, para evitar peligro, alertar sobre algún otro riesgo, de reconocimiento o como señal que algo no está bien con nuestra salud, como la pérdida del olfato (anosmia), ahora recientemente generalizado como síntoma relevante en la infección por COVID, entre otras.
Partiré de que todos más o menos apreciamos diversos olores en nuestro ambiente y, lógicamente también, los emitimos. A pesar de ser un importante órgano sensorial, el “olfato” ha sido considerado como un campo poco atractivo para analizarse o siquiera considerarse a través de la historia y como tema casi ausente en las ciencias sociales.
Además, el sentido del olfato enfrenta la dificultad de describir el o los olores porque no se tienen palabras adecuadas para ello: carecemos de su vocabulario. Por ejemplo, en el sentido de la vista para los colores decimos: esto es rojo, verde, azul o amarillo, o tal vez azul turquesa o amarillo ámbar; en el del tacto: esto es suave o duro, frío o caliente, terso o rugoso, etc. En el del oído: el tono es agudo o grave, alto o bajo, en nota musical Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, etc., pero para describir un olor se suelen utilizar adjetivos varios como:  "aromático", "dulce", "picante", "fuerte", "suave", "penetrante", o comparaciones con otros olores como "huele a café", o "huele a canela" o a “ropa recién lavada”.
Vamos, pensando de otra manera ¿cómo podríamos describir a una persona a qué huele un plátano, si nunca a olido alguno? No tenemos un vocabulario “objetivo” para ello, así que para hacerlo recurriríamos a usar un lenguaje “evocativo” echando mano de sensaciones personales y subjetivas como el decir: “huele como “dulzón”, algo “almizclado” con una parte quizás de “mango no muy maduro” … En síntesis, no tenemos un vocabulario objetivo y claro para describir el o los olores.
Históricamente y cuando menos desde Aristóteles, el reconocido desdén por este sentido queda patente cuando clasificó nuestros sentidos así: la vista y el oído eran los más importantes (porque con ellos se podían apreciar la belleza y la música, ambas conducentes -señalaba-, a la divinidad), seguidos por el tacto y el gusto considerados como sentidos “animales” que nos podrían llevar al exceso y la lujuria, y el olfato en el último lugar.1 Y Platón, con su mirada hostil hacia el cuerpo físico y sus facultades criticaba a la vista y el oído, como posibles causales de confusión pero mejores que otros sentidos considerados como “inferiores” como el tacto y el gusto y, al último, el olfato al que gradaba sólo como receptor de olores “agradables o desagradables”.
Adelante, Linneo clasificó los olores en base en que ciertas plantas nos evocan olores corporales o recuerdos: aromático, fragante, ambrosiaco, aliáceo, caprino, impuro, y nauseabundo; Hendrik Zwaardemaker los distinguió como etéreo (como el éter o la cera de abejas), aromático (como las especias o el alcanfor), fragante (como la lavanda o los pétalos de rosa), ambrosíaco (como el ámbar o el almizcle), aliáceo (como el ajo o la cebolla), empíreo (como el café tostado o el humo del tabaco), hircino (olor corporal fuerte y desagradable que recuerda al olor de una cabra; como el queso fuerte o la comida rancia), fétido (como las chinches o la flor del cilantro) y nauseabundo (como las heces o los huevos podridos). Además, inventó un olfatómetro ya en desuso.2 Hans Henning presentó un diagrama en forma de prisma en que colocaba seis olores básicos en la base y olores intermedios en las aristas y caras; John Amore consideró 7 olores primarios en la naturaleza basándose en el tamaño de sus moléculas: alcanforado, almizclado, mentolado, floral, etéreo, picante y pútrido. Finalmente, una clasificación reciente, les otorga 10 categorías: fragante/floral, leñoso/resinoso, frutal no cítrico, químico, mentolado/refrescante, dulce, quemado/ahumado, cítrico, podrido y acre/rancio.3
En el terreno de la filosofía también el olfato es considerado generalmente como un sentido “próximo a la animalidad” y alejado de los principios que rigen la inteligencia.
Bueno, la lista es larga como hemos visto y bastante poco clara e “inobjetiva” para describir los olores, pero finalmente todo dependerá del Umbral Olfativo que cada uno de nosotros posea, entendido éste como concentración mínima de una sustancia que un grupo de personas, que no son ni especialmente sensibles ni insensibles a olores, pueden detectar. Esencialmente, es la concentración necesaria para que el 50% de las personas puedan percibir el olor.
            Quedan fuera de estas estudiadas clasificaciones “olorosas”, términos tergiversados como el olor de santidad, olor de multitud, el olor de miseria y de la sordidez de las favelas, de los suburbios de los barrios de los desheredados, el olor a la miseria, a la podredumbre, desesperanza, enfermedad y muerte como señalara el doctor médico y antropólogo catalán Josep M. Comelles,4 y las repercusiones que el olor o los olores puedan producirse en la sociedad: rechazo, discriminación y exclusión que pueden tener incluido cierto componente de  bromidrosifobia que es una fobia específica que consiste en el miedo irracional e intenso al olor corporal, ya sea propio o ajeno.

“- Es increíble, aquí huele aún peor que fuera.

- Olor a tabaco rancio, a colonia barata... huele a desesperación existencial.”

(Dijo la artista Lucy Alexis Liu Yu Ling, como la Dra. Joan Watson para Elementary)5

 

En el terreno de la medicina, la semiología del olfato prácticamente ha desaparecido.
La percepción olorosa de los efluvios del paciente como método “sensual” para auxiliar en el diagnóstico clínico está reducido ya, en la mayoría de los casos, a la simple percepción de su asociación con el grado de su higiene. Quedó atrás el concepto de que el olfato que, para el clínico   bien ejercitado, se convierte en un sentido delicado y refinado, una fuente precisa de satisfacción mental y de conocimiento científico.
            Sin embargo, desde la entrada a la habitación del enfermo hasta su acercamiento para interrogarle y explorarle, en su caso, el olfato del médico debe entrar en acción ante las primeras impresiones olorosas percibidas y procesarlas dentro de su correlato: aliento cetónico, probable diabetes; olor amargo a almendras, intoxicación por cianuro; olor almizclado, ictericia intensa; olor orinoso o de ratón, en la enuresis o la fenilcetonuria; amoniacal, insuficiencia renal crónica; fétido/rancio, bromhidrosis plantar, etc. De hecho, la osfresiología (palabra que etimológicamente viene del griego «οσφρησις» (osphrēsis) olfato y del sufijo «logía» del griego «λογια» que indica estudio, tratado o ciencia de los olores), es ya un término infrecuente y obsoleto.
Cabe resaltar también que, si bien el olor corporal, aunque profundamente ligado a la biología humana, ha sido también una fuente de tensiones sociales, exclusiones y conflictos culturales.
A lo largo de la historia, el "olor del otro" ha servido para marcar diferencias de higiene, clase, etnia, nacionalidad o incluso moralidad. Lo que para un grupo puede ser un olor familiar o aceptable, para otro puede convertirse en motivo de rechazo o discriminación como arriba sugerimos.
Actualmente en muchas sociedades occidentales modernas, se ha desarrollado un ideal de “neutralidad olfativa” o limpieza extrema, promovido e impulsado por la industria de la higiene y los productos cosméticos. Esta norma no escrita genera expectativas que muchas personas, por circunstancias varias como sus condiciones de trabajo, salud, o costumbres culturales, no pueden o no quieren cumplir.
Cuando alguien “huele diferente”, ya sea por su origen étnico, el tipo de comida que consume, por su higiene o por sus tradiciones culturales (como el uso de aceites o perfumes naturales o no), puede convertirse en blanco de burlas, marginación o estigmatización. En este caso resalta el asunto tan actual y masivo de los migrantes. De hecho, en los lugares en que conviven personas de distintas culturas, los olores corporales, de alimentos o de espacios pueden convertirse en verdaderas fronteras simbólicas. El olor del “otro” podría interpretarse no solo como algo extraño, sino como una amenaza al orden social establecido y puede dar lugar a conflictos en espacios compartidos, como asilos, escuelas, lugares de trabajo o transporte público.
También históricamente existe una dimensión de clase en el que el olor se ha asociado con el trabajo físico y, por lo tanto, con las clases populares. En tanto que en la élite o la minoría selecta o rectora se ha construido una estética del cuerpo sin olor o “desodorizado y perfumado” como símbolo expresivo de poder, de control y refinamiento. Así, el olor corporal como una característica fisiológica pasa ya a convertirse en un verdadero marcador social.
En conclusión, los olores ya no son solo estímulos sensoriales, sino que son importantes portadores de significados sociales. El "olor del otro" puede convertirse en una fuente de conflicto cuando se le asocia con diferencias culturales, económicas o raciales.
Toca entonces reconocer esta dimensión invisible de la discriminación “olorosa” como un paso deseable para desterrarla y seguir hacia el logro de una convivencia más respetuosa y empática. Es así mismo una forma de reconectarnos con lo más instintivo y emocional de nuestra experiencia humana a través de nuestros receptores odorantes. 

En fin: Fino gusto y buen olfato. Nos dan muy sabroso plato.



1 . Synnott, Anthony. (2003). Sociología del olor. Revista mexicana de sociología, 65(2), 431-464. Recuperado en 29 de mayo de 2025, de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-25032003000200006&lng=es&tlng=es.
2 . https://www.oxfordreference.com/display/10.1093/oi/authority.20110803133602436
3. https://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/gastronomia/clasificacion-de-los-olores-1810406.html
4 . Cristina Larrea Killinger. La cultura de los olores. Ediciones Abya-Yala. Quito, Ecuador 1997. P. 14.
5. https://www.google.com/search?q=Lucy+Liu+-+Dra.+Joan+Watson&rlz=1C1FGUR_esMX1071MX1075&oq=Lucy+Liu+-+Dra.+Joan+Watson&gs_lcrp=EgZjaHJvbWUyBggAEEUYOdIBCjEwMjczajBqMTWoAgiwAgHxBXWOZFOUYsct8QV1jmRTlGLHLQ&sourceid=chrome&ie=UTF-8